La escritura diaria es una de las estrategias básicas para el entrenamiento en el uso de la palabra. Cuando llegamos a este punto, hay quienes se preguntan: “y ahora, ¿sobre qué escribo?”, quizás con la falsa idea de que cada día deberá escribir un cuento o una novela nueva.
Uno de los instrumentos para entrenar la habilidad de expresarse mediante la palabra escrita es el empleo del diario. Tiene muchas ventajas: no tiene principio, ni final; no existe la presión de una cantidad límite de caracteres; no hay lectores a quienes complacer; no hay editores con sus reglas y demandas. Es una zona de entrenamiento en donde el aspirante a escritor se ejercita en el difícil arte de transformar sus pensamientos en palabras.
La escritura tiene mucho de tekné. Es una habilidad cuyo refinamiento solo se alcanza con la repetición y la realización. No se puede aprender a escribir sin escribir. Se engañan quienes afirman que leer –y solo leer, sin un ejercicio intermedio de la consciencia– aumenta el vocabulario y entrena para la escritura. Conozco lectores ávidos cuya ortografía y redacción no son mejores a pesar de las muchas novelas recorridas.
Para hacer el salto entre la teoría y la escritura misma, precisa un esfuerzo consciente para forzar al mecanismo interno a ponerse en marcha. Se necesita observar y reflexionar; y luego de hacerlo, o al mismo tiempo, escribir. Escribir la lectura puede ser una trampa –o una vocación– en sí misma, como lo supo Roland Barthes, el célebre teórico francés para quien la lectura se co(n)fundió con la escritura hasta hacerse indistinguible el límite entre una y la otra.
Ahí, en ese punto, en donde un escritor novel o aspirante a escritor se encuentra en la fase de encontrar su voz única y personal, ahí los diarios resultan de una extrema utilidad. Tras muchos kilómetros de diarios, el escritor se ha leído a sí mismo y se ha aburrido de sí mismo en innumerables ocasiones; ha sido –merced de la palabra libre, no forzada, caótica si así lo quiere– muchos escritores; ha podido jugar a ser Balzac o Cervantes, ha garabateado versos como Calderón o Dante; ha soñado con prosas gitanas y fantasías tolkianas. En el diario, el escritor que así lo sabe aprovechar, se puede inventar y reinventar sin limitaciones.
Y entonces, una mañana cálida de verano o una medianoche de luna iluminada, un personaje o estilo literario tocará a su puerta –brotará del diario, se plasmará en papel– y el escritor sabrá, en verdad, quién es.
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