Quienes laboramos en el campo de la edición y la corrección hemos vivido el proceso de donde surgen nuestros propios y personales manuales de estilo: cuando somos novatos, iniciamos, cándidamente, una revisión. La primera vez que un problema gramatical, tipográfico o de redacción nos aparece, tomamos una decisión y creemos que nuestra memoria de elefante podrá recordarla por siempre (y al principio, cuando las decisiones y las páginas leídas son pocas, así es). Páginas más adelante, el mismo problema anterior regresa, como un fantasma del pasado inmediato, reclamando nuevamente nuestra atención. “¿Qué había decidido?”. Nos devolvemos frenéticamente hasta localizar la decisión previa. Esta vez, si tenemos algo de sentido común, nos hacemos de una hoja de papel, un cuaderno o un documento de Word y tomamos nota del criterio utilizado. Y más adelante, si nuestra memoria no nos falla, de manera sistemática procuraremos aplicar siempre el mismo criterio, a veces con dudas, preguntándonos si la primera decisión era la adecuada o no.
[Al menos esa ha sido mi experiencia. Correctores más prudentes y experimentados que yo no tienen estos problemas. Hacen una lectura general, toman nota de todos los aspectos que requieren unificación, elaboran su guía de aplicación y después, solo después, inician la corrección. Algún día, tal vez, ya pueda yo cumplir ese ideal].
La colección de notas para cada revisión se va quedando por ahí. A veces va a dar al basurero o al archivo. Otras, cuando el corrector es más prudente o se da cuenta de lo inmanejables que son las notas desordenadas, se apilan en una colección más o menos sistematizada de documentos y carpetas, pero cuyo crecimiento orgánico y casi azaroso se convierte en una zona de caos, si se carece de habilidades organizativas (casi compulsivas) desde el inicio del acopio de la información o de herramientas adecuadas para su posterior recuperación.
Bajo toda esa investigación desarticulada, se van formando nuestros propios manuales personales en la forma de fragmentos, retazos de memoria y muchos años de callo tipográfico.
Como agravante, los años pasan y nuestras viejas opiniones también, las necesidades de una publicación son distintas de las de otra, cambian las reglas de la Academia y se acuñan neologismos, se dan por válidas las viejas incorrecciones o se eliminan acentos, todo esto de una edición de la gramática y el diccionario a la siguiente… Ese “manual” personal es, en realidad, muchos manuales, muchos criterios, muchas “camisas a la medida” que llegan a confundirse, mezclarse, retroalimentarse en su espacio vital común.
¿Qué pasa cuando esta labor de corrección debe realizarse en el seno de una casa editorial, con muchos correctores que van y vienen con los años, algunos de planta y otros muchos contratados a través de servicios profesionales? ¿Qué pasa cuando en la elaboración de una obra intervienen muchas figuras distintas: autores, editores, especialistas de contenido, correctores de estilo y de pruebas, diseñadores gráficos, todos trabajando sobre el texto, la forma visual y la expresión material del libro? ¿Qué pasa cuando este trabajo en equipo debe ser uniforme, coherente, sistemático y universal para todos los involucrados, a pesar de los muchos “manuales de estilo” que cada individuo lleva dentro de sí?
Ya es una gran tarea lograr la unidad en un solo libro, un objeto de cultural compuesto por muchas pequeñas unidades: la letra, la palabra, el párrafo, la página, el apartado, el capítulo… Una buena edición logra unidad visual, gráfica y expresiva en todas las partes para lograr la ilusión de un todo. ¿Qué hacer cuando esa unidad debe llevarse a los planos más amplios: la colección de libros, la editorial y todas sus publicaciones?
La respuesta para unificar la labor de corrección en donde confluyen tantos agentes es sencilla: la normativa. La norma, distinta de la ley, se convierte en una medida y punto de referencia común, algunas veces elegido con cierta arbitrariedad, otras procurando encontrar el lugar de mayor encuentro entre las muchas partes involucradas en el proceso y, siempre, con la aspiración de encontrar un estándar tan universal como sea posible, pero adaptado a las necesidades especiales de nuestros propios territorios de acción.
La norma nos da un punto de convergencia, nos ayuda a mantener criterios uniformes (aun si no los aprobamos plenamente) y nos da la garantía de poseer un mismo código que garantizará la comunicación. En ausencia del autor, el lector solamente deberá acudir a los sitios en donde el código se recopila para averiguar qué se está comunicando. Es la misma razón por la que no empleamos la palabra “casa” para referirnos a ‘un animal cuadrúpedo rumiante que produce leche’. Aun cuando la persona tenga todas las razones del mundo para pedir que se le respete su “libertad de expresión”, si nadie más acepta el significado, ¿quién entenderá sus palabras?
La expresión de esta norma, en el seno de una casa editorial, es ese producto que llamamos manual de estilo (de cuya definición y pormenores hablaremos en el próximo artículo). Sin el manual de estilo, cada individuo del proceso deberá gastar muchas horas de su tiempo laboral en tomar las mismas decisiones que otros han enfrentado antes y que seguirán enfrentando mucho después; sin garantía de que todos lleguen a las mismas conclusiones. Se pierde dinero, se pierde tiempo, se pierde eficiencia y no hay manera de garantizar la calidad en el producto editorial. Por eso es que se necesita el manual: para lograr, a partir de la norma, la convergencia, la unidad y la armonía cuyos resultados se ven únicamente, en las obras bien editadas.
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