Pero ¿qué tienen (tenemos, confieso) los graduados de esa profesión para que nuestro mercado local (y nuestro colegio profesional de ley) la hayan designado la profesión del corrector por excelencia? Hasta donde pude experimentar como estudiante (y, según entiendo, los programas no han variado mucho), nuestras herramientas consisten en un puñado de asignaturas en las áreas de gramática, latín, griego clásico, lingüística, alguno que otro curso de redacción y los estudios literarios. Las primeras nos proporcionan el marco científico básico para el estudio de la lengua. Los estudios literarios nos entrenan en las artes de una suerte de hermenéutica textual, útil cuando corresponde deconstruir un texto y traérselo a su esencia comunicativa, justo antes de dictaminar su reescritura inminente. Ninguna, en realidad, nos prepara para el oficio de corrector.
El buen corrector se forma en la práctica, aunque siempre es necesaria alguna disposición innata, un gusto por arreglar lo que no comunica bien y, desde luego, un buen ojo para detectar el gazapo, que ya se irá refinando con el tiempo.
Estas son, en mi opinión, algunas de las habilidades y actitudes ideales que debería llegar a desarrollar un buen corrector o, cuando menos, uno que aspire a serlo algún día:
- Dudar hasta de su sombra: no porque a mí me enseñaron a decirlo de esa manera es correcto para todos los grupos de hispanohablantes. Aprendimos a hablar y a escribir en un contexto, a partir de un conjunto de obras. ¿Quién escribió eso que formó nuestra manera de expresarnos? ¿Cómo sabemos que no estaban reproduciendo expresiones aceptadas, pero a todas luces vacías o incongruentes? ¿Y si solamente en mi contexto se dice así?
- Gran capacidad de investigación para reaprender la propia lengua, mantenerse actualizado y fundamentar ampliamente toda corrección que se sugiera, no con base en «yo creo que es así», sino con argumentaciones sólidas y razonamientos coherentes.
- Olvidarse de la lingüística lo suficiente para comprender la función y la necesidad de la aplicación de normas a la labor editorial, pero no tanto como para ser incapaz de cuestionarlas y reformularlas cuando así lo amerite la situación.
- Profundo conocimiento de las normas de la lengua y capacidad de discriminación. Haber leído obras de gramática no basta (o cursado algunas asignaturas). Es necesario comprenderla, saborear su dinámica y su lógica interna, y tener capacidad para elegir el camino medio entre la regla académica y la norma impuesta por el uso y el contexto.
- Firmeza para impedir que formas de comunicación ineficientes, poco elegantes y espurias sobrevivan en los textos, sin importar la justificación científica (y la terquedad de algunos autores).
- Flexibilidad para comprender las excepciones a toda regla.
- Oído para la palabra sonante, armoniosa, cadenciosa y, si el (con)texto lo permite, bella. Después de todo, solamente es posible detectar el error si hay algún ideal que nos sirva como punto de comparación.
- Un ojo implacable, riguroso y sistemático para no dejar pasar nada (eso quisiéramos todos…) o al menos detectar todo lo que esté a nuestro alcance.
- Deseos de ayudar a otros a mejorar y perfeccionar sus textos.
- Paciencia y comprensión para que no se le rieguen las bilis con cada horror que se topa a su paso.
Y para usted, ¿qué hace al buen corrector?
Yo agrego no dar por sentado nada. Es decir, someter a escrutinio toda expresión en otra lengua, nombres propios, fechas y datos históricos, epígrafes y sus autores...
ResponderEliminarSaludos