Una de las ventajas de la escritura es su capacidad para llegar a muchas personas separadas por la distancia o incluso alejadas en el tiempo. Sí que es maravillosa la escritura, ¿no es verdad? Un agente de cambio en el mundo, un instrumento para la evolución colectiva, un mecanismo para la educación mundial, una frase de sabiduría multiplicada por mil, diez mil, trescientos mil ejemplares vendidos y lectores incontables por ejemplar. ¡Ah! Romanticismos…
La realidad nos abofetea a la cara cuando, mientras estamos todavía embelesados en nuestra nube color de rosa, nos damos cuenta de que la difusión, esa gran ventaja de la escritura, es también su gran maldición: los errores de una publicación no se esconden ni desaparecen; se multiplican tantas veces como haya sido impreso, leído, prestado, copiado el libro.
De ahí que los editores más quisquillosos y los autores más cautelosos tomen cualquier oportunidad que tienen en sus manos para corregir hasta los más pequeños detalles. Mientras la obra no esté todavía impresa, hay salvación. ¿Por qué dejar pasar un error cuando aún se dispone de la oportunidad de enmendarlo?
Antes de llegar a la filmadora (o a la reproductora digital, o a la Web), todo libro, en nuestros tiempos de siglo XXI, es un conglomerado de electrones. No está escrito en piedra. ¿Por qué rehusarnos a aprovechar cada oportunidad para mejorarlo?
Sí, la revisión debe tener un límite; sí, hay plazos de entrega; sí, hay procesos de edición tan largos que llegan a cansar a todos los involucrados; sí, somos humanos e incapaces de verlo todo; sí, sí, sí… Hay miles de atenuantes por los cuales siempre vamos a tener una excusa para no querer corregir, incluyendo uno medular: el factor emocional. ¿Qué ocurre cuando ya el libro se nos ha vuelto pesado, cuando necesitamos desprendernos de él a toda costa, cuando ni podemos verlo sin experimentar síntomas físicos de malestar?
Sí, todo eso es verdad. Pero lo que algunos escritores no conocen es la otra sensación: ver el libro publicado, con sus cubiertas nuevas y brillantes, en las manos de sus primeros lectores que lo abren y ven, y, en lugar de expresar en sus rostros nuestra romántica visión del lector agradecido por nuestra maravillosa contribución a la humanidad, lo vemos volverse hacia nosotros, colocar el dedo índice en el primer párrafo que abrió del libro y… ¡horror! ¡La errata, el error, el bodrio conceptual que se filtró en un párrafo! [Peor aún: quienes nos acusan de retrasar los procesos de edición serán los mismos que luego, radiantes, nos lancen el error a la cara].
¿Y si este lector es además un estudiante, alguien que depende de la obra para aprobar una asignatura, obtener una profesión o, simplemente, aprender? ¿Y le damos una obra llena de errores? ¿Qué aprenderá?
Sí. Los errores. Y los dará por buenos porque están publicados, y nuestra cultura occidental está educada para creer que la palabra impresa es fija, inmóvil y verdadera, es una expresión de la divinidad en la tierra; porque nuestro arquetipo de libro por excelencia es la Biblia y, con ella, todo lo que viene detrás. Son pocas las personas que dudan de lo que leen; así como, en la cultura de masas, tampoco son muchos, porcentualmente hablando, quienes cuestionan cuanto se dice en televisión, bajo el argumento de «está en televisión».
Por eso, so pena de ser acusados de perfeccionistas, si está en nuestras manos enmendar algo antes de publicar, ¡hagámoslo! La responsabilidad que tenemos por el simple privilegio de poder hacerlo trasciende nuestras necesidades personales y egoístas. Nos jugamos algo más que nuestro orgullo o la autoestima en el proceso de revisión: nos jugamos la vida del lector y ese merece nuestro máximo respeto y todo el esfuerzo del que, genuina y sinceramente, seamos capaces de dar.
martes, 23 de marzo de 2010
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