domingo, 13 de diciembre de 2009

Se busca filólogo

Escribí el siguiente ensayo (categoricémoslo así, a falta de una clasificación mejor) para la asignatura Introducción a la Filología, impartida por Dra. María Amoretti en la Universidad de Costa Rica, durante el primer semestre del año 1995. La premisa de la tarea era analizar el documento de perfil de salida del profesional en filología vigente en ese momento. El ensayo resultante utiliza un tono de ironía y una gota de ficcionalidad para perfilar al filólogo real y al ideal detrás y más allá de ese perfil.

Se busca filólogo
que investigue el campo de la lengua y la literatura; participe como crítico; comentarista y articulista en los diversos aspectos de la lengua y la creación literaria; asesore en aspectos de la lengua en las diferentes dimensiones que se le solicitan: consultorías gramaticales, interpretación de textos, producción textual, publicidad y otras prácticas textuales que se nos puedan ocurrir sobre la marcha.

Necesitamos que realice las funciones de un investigador y unc rítico, pero su principal tarea será la de «promotor (Si es usted un artista y necesita quién lo asesore, comuníquese con nosotros, y le asignaremos un promotor de imagen a tiempo completo con la garantía de que usted se convertirá en toda una estrella. Le vendemos –y lo vendemoscomo– lo que usted guste: madonnas, jacksons, pantymedias… Solo tiene que solicitarlo al 2222-545654. ¡Llámenos!) de la lengua»1.

El tiempo para la investigación es restringido (¡y omnipresente! Usted debe prestar atención a todas las palabras que escuche, porque ese es su objeto de estudio, y necesitamos que nos diga «lo que quieren decir» los otros y nosotros, aunque no queramos escucharle), porque es poco productivo a nivel comercial; sobre todo necesitamos de usted asesoría para decir correctamente (aunque usted esté –o crea estar– plenamente consciente de que no existe una forma correcta de «decir las cosas»2 lo que nosotros queremos decir: ¡usted hablará por nosotros! Exactamente igual que un actor, su palabra será mi palabra, y mi palabra tendrá que sustituir a la suya. En todo caso, usted deberá ser extremadamente sutil para decirnos que «hablamos mal» o que usted «no entendió lo que queríamos expresar».

Pero no se desilusione, también tenemos otras tareas para usted.

Si decidimos enviarlo a una agencia de publicidad o a un periódico, resígnese a lo que le espera, porque la palabra sagrada de periodistas y publicistas con frecuencia se resiste a ser cambiada (por poco estética o estúpida que a veces pueda parecer). Su tarea será asesorar a nuestros creativos para que no escriban «vusquenos lla!» o «get it you» (sobre todo nos preocupa que usted también conozca algo de inglés, porque el habla popular del español tico está llena de giros anglosajones que le dan un caché que nos resistimos a perder).

Lo que más nos interesa en esta área de trabajo es que el documento, tras pasar por sus manos, sea correcto; esto es que usted revise que no se vayan errores de dedo en la publicación final. En realidad, muchas veces su función será la de ser un corrector de pruebas más que un corrector de estilo, porque nosotros sabemos cómo hablar tanto como usted. (¿Para qué se metió a estudiar algo que todos tenemos y que todos sabemos? Sí, entendemos su vieja historia: que ha muchas mentiras detrás de las imágenes que percibimos; que en realidad no nos estamos comunicando; que no existe un modo de que la verdad se nos revele a través de las palabras o de que lo real pueda ser tocado por nosotros sin mediación de ese invento nuestro para salir de la soledad, el lenguaje; y que lo necesitamos a usted y a todas sus supuestas armas metodológicas para llegar al meollo del asunto. Seamos honestos: ¿cuántos filólogos realmente llegan a esas profundidades del discurso antes de que nosotros los hayamos asimilado totalmente? Para eso se necesitaría que el proceso universitario fuera más eficiente o que comenzara en la escuela primaria, ya que no sabemos si las maestras de «lenguaje» realmente han absorbido y realmente están dispuestas a enseñar todas esas luces negras de la palabra. De todos modos, sabemos que el programa de bachillerato es lo suficientemente restringido como para poder entrar en un oxímoron revelador de las máscaras del discurso. Así que mejor deje sus charlas y sus análisis sobre el discurso para sus cafés intelectuales, porque necesitamos eficiencia y no palabreidad; y por más que usted diga que puede ser mejor en la creación de texto base de una campaña publicitaria, nosotros no despediremos a nuestros publicistas graduados de la UCR o de cualquier privada por ahí solo porque usted pretende que puede redactar mejor).

Pero no se agüeve con eso de ser corrector de pruebas. Necesitamos de todos modos que nos ayude con la gramática porque, pese a haber recibido toda una vida de educación primaria y secundaria de verbos, adjetivos, adverbios, motods y todo ese montón de extrañeses que según ustedes decimos, aún nos cuesta distinguir entre nimiedades (pero no son nimiedades, la forma correcta de decir algo no perdona nunca un error de parte de un filólogo). Por ejemplo: ¿lo correcto es decir «tenemos una cuenta a cobrar» o «tenemos una cuenta por cobrar»? (De paso, si conoce a alguien que nos libere de la duda, por favor avísenos, para salir del oscurantismo intelectual en el que nos encontramos con respecto a esta gran interrogante).

Bien sabemos que en esas cosas de gramática usted es un verdadero genio, y casi casi admiramos su valor al haber llevado cerca de cuatro cursos de gramática (¿Morfología, Sintaxis, Gramática Española Contemporánea y Fonética y Fonología del Español?), sin incluir las dos Gramáticas Históricas y los cursos de Latín y Griego que lo hacen a usted tan pesado a veces, cuando puede tararear con toda propiedad y entendimiento la cantata Carmina Burana, como le dice usted, o cuando nos da citas en latín, ininteligibles para nosotros. Fuera de este uso de placer personal, no le hemos hallado mayor funcionalidad. Lo peor es que usted nos siga asegurando que eso tiene que ver con el español hablado hoy y que nos sería muy útil eso de las etimologías para llegar al probable sentido primigenio y fundacional de una palabra. ¿Para qué nos sirve saber con precisión qué significan y de dónde provienen las palabras que decimos, si a menudo ni usted mismo nos ayuda a aprovecharlas? En todo caso, de algo ha de servirle saber todas esas cosas, si es que usted tiene la capacidad suficiente para relacionar todos esos conocimientos extraños y eruditos que tanto nos asombran, y sabe darse su lugar frente a nosotros asumiendo la autoridad que le confiere el ser lo más cercano entre nosotros a un «amo del lenguaje», y no se queda en lo que tradicionalmente ha quedado una buena parte de sus colegas (nos referimos a quienes han asumido a la perfección el papel pasivo que les hemos asignado). Sí, no se deje engañar por nuestra actitud: a pesar de todo, para nosotros usted es la autoridad andante.

Somos conscientes3 de que si queremos que usted trabaje para nosotros, deberá revisar «periódicamente las fuentes de información pertinentes a su campo de trabajo»4 Claro, que no hay una revista de filología que salga cada mes (impresa a full color en papel couché) y a la que usted se pueda suscribir, como lo hacen los médicos a su revista o los diseñadores gráficos con dinero para suscribirse a publicaciones foráneas; tampoco hay una gran abundancia de libros en el mercado costarricense (los pocos que suelen llegar suelen ser más caros que un best-seller, razón por la cual nunca los adquirirmos para nuestra biblioteca de empresa), y otros tantos solo se pueden conseguir por pura casualidad en las ventas de libros usados (cuando fallece algún otro filólogo cuyos hijos deciden vender o desechar toda la biblioteca y repartirse el dinero sobrante).

En cuanto a «proyectarse de forma adecuada, según las necesidades del contexto»5 La pura6 Verdad es que hemos hecho una sociedad lo suficientemente eficaz como para no permitirle a nadie ir más allá de donde nos interesa. El enunciado de «el perfil del filólogo» es lo suficientemente vago y ambiguo como para afirmar que de todos modos siempre se hace y nunca se cumple. Es decir, ¿qué definimos como «forma adecuada»? Puede ser desde cumplir con eficiencia los caprichos del cliente hasta procurar evitar los abogados7 redacten leyes tan plurisignificantes y ambiguas debido a su capacidad de enunciar con el lenguaje la solución8 al problema que les dio origen.

En nuestra empresa ponemos en duda que el filólogo deseoso de trabajar con nosotros «promueva el uso de la lengua española en términos reflexivos y creativos». Primero porque los cursos que lleva están orientados a ver el término «creativo» desde un punto de vista pasivo, aunque se procura formar un lector activo antes de un escritor (como solía autorreferirse Borges). Sí, es verdad que cursan todo un año de talleres de prácticas textuales, que van más allá de la lectura de obras literarias, pero esto todavía es un experimento9 Un estudiante que no ha sido crítico ni creativo en sus anteriores años de carrera difícilmente podrá llegar a serlo con unos cuantos cursos. Pero al fin hay una esperanza para que la acción de la vida comience a filtrarse en la erudición, de que fluya como los ríos de Heráclito, que se filtren en tantos o´ceanos como puedan alcanzar, porque la acción de un filólogo debe ser absolutamente dinámica y n pasiva o conformista.

Sin embargo, para nosotros, como dueños de la empresa del lenguaje, es preferible que el común siga pensando sus vidas con esa sencillez que la creación artística y el cuestionamiento por la palabra les confiere. Que la inocencia siga sujetando a la palabra dictada detrás de «la intención del hablante», de modo que, como filólogo, usted no siempre encontrará oídos abiertos a esas «cosas de locos», porque «la vida es más sencilla si no ponemos atención a esas carajadas tan complejas».

Claro, que si usted tiene la suerte de ser eviado a una de nuestras secciones de investigación (como las paredes universitarias) o a ciertas áreas donde le será permitido volarse un poco, tal vez pueda poner en práctica todas esas preguntas que terminan siendo tan circulares (¿quién puede concebir algo que para diseccionarse se utilice a sí mismo como instrumento? Imaginar lenguaje hablando sobre lenguaje, o discursos hablando sobre discursos, es tan descabellado como suponer que un cuchillo se pueda cortar a sí mismo. ¡Y todavía se asombran de que esas cosas no se tomen tan en serio!). Por más que tratemos de hablar sobre la formación del filólogo como la construcción de «un marco teórico que lo capacita para estudiar científicamente el lenguaje»10, y que se lleven todos los cursos de cuantificación y medición de la lengua (que ya enumeramos en la cita 2) –en los cuales enfatiza la enumeración de los «conocimientos del filólogo»11 del perfil que nos ha proporcionado la universidad, y en el cual nos estamos basando para hacer la búsqueda del personal que necesitamos– además de los cursos de teoría de la literatura12, podríamos hablar de que lograr ese tipo de científico del lenguaje es realmente difícil, y más bien tenemos a un divagador; a un buscador adentrado en caminos siniestros que lo pueden llevar a cualquier conclusión esquizofrénica que luego trataría de darnos a conocer por la misma vía que trata de develar: su palabra. Aún así, ni nosotros podemos negar que es fascinante.

En cuanto a la literatura, a veces nos preguntamos para qué sirve que tanta gente pierda su vida en estar haciendo formas de estética recombinando tan antiguos elementos, si al final de cuentas lo único que se puede hacer con esa vaina es leerla. ¿Acaso no estamos demasiado ocupados para estar invirtiendo tanto tiempo de nuestra vida (y nuestro trabajo, y nuestro dinero, y nuestra diversión) en e ocio de deslizar la vista sobre palabras que quedan en el olvido conforme son sustituidas por otras palabras? Tal vez por eso nos conviene que otros tomen en serio esa actividad tan improductiva, que lleguen a convertirla en un objeto digno de discusión académica y hasta puedan hacer de ella una profesión. Así que nuestra empresa necesita filólogos que lean por nosotros y para nosotros, y que lean lo que ustedes, como tales, quieran leer, aunque al final solo nos puedan decir lo que nosotros queremos que lean. Que usted se divierta y nos cuente si diversión; que usted se haga un conocedor del alma humana y de las culturas del mundo y luego nos asimile y traspase ese conocimiento –aunque no lo consiga realmente– (para quedar bien en una reunión de negocios, o aparentar que somos grandes lectores, lo que aumentaría nuestro prestigio y la credibilidad que los demás puedan depositar en nuestro discurso), que usted navegue por mundos fantásticos y desarrolle su capacidad para entrar en puntos del universo que son todos los puntos un solo punto… porque nosotros no vamos a hacerlo, no tenemos tiempo para hacerlo, no queremos arriesgarnos a hacerlo…

Por eso nos conviene que lleve todos esos cursos de literatura (española, latinoamericana, costarricense) auqneu, por no ser exhaustivos sino generales, no tenga verdadera oportunidad de leer los textos que le ponen delante. Un examen, una exposición, el siguiente autor, otro examen, otra exposición, el siguiente autor, otro examen, otra exposición, el siguiente autor… Lo peor es que realmente se pretende estudiar científicamente cada una de esas fracciones de literatura (porque solo por fracciones pueden llegar a verla), olvidándose del verbo disfrutar. Solo lamentamos que se hayan perdido los seminarios de literatura universal, y que los seminarios por autor sean tan insuficientes (por su restringida cantidad y por su falta de espacio en el programa) para que los filólogos realmente puedan ser lectores exhaustivos e inagotables en sí mismos como un texto que merece ser leído por quienes los contratamos para eso: para que lean y para leerlos.

Nos parece muy importante para nuestros propósitos ideológicos eso de que conozca y relacione nuestra literatura (americana) con las tradiciones grecolatinas e hispanas. Al fin y al cabo, la identidad nacional se ha creado a partir de una simbología milenaria que no le pertenece –pese a que eso no la haga menos fascinante– (obviando cualquier otra tradición, piénsese en tradiciones anteriores a la extensión del mundo occidental, a mediados del segundo milenio de nuestra era). Solo que además del latín y el griego, deberían cursarse francés e inglés, y además de las literaturas griegas y latinas, deberían leerse las inglesas y norteamericanas y, sobre todo, las francesas (al fin y al cabo, ¿no son esas dos de las grandes influencias –no solo de nuestra literatura sino de nuestra cultura en general– que nos ha traído la corriente de la «independencia»?). Claro, que esto sea optativo también es muy conveniente, con todas las cosas que debería saber un filólogo para ser un filólogo. No alcanzarían una vida ni mil vidas para que llegara a completarse su formación.
Ya hemos dicho que estamos requiriendo un filólogo que sea «capaz de conjugar su formación humanística con los conocimientos de su disciplina para integrarlos, actualizarlos y hacerlos funcionales en su contexto histórico»13 Esto es fundamental. Si encontráramos filólogos así, no les estaríamos asignando el papel de «correctores de pruebas», sino que los pondríamos a nuestro lado a asesorar nuestras más delicadas decisiones a partir de un análisis del discurso con que se nos plantean las disyuntivas de nuestra empresa, para no quedarnos en los corrientes y poco eficaces análisis superfluos y con los que terminamos llegando a la tierra de nadie. Es decir, el filólogo que más nos urge es aquel que vaya más allá de su plan de estudios y de sí mismo, aquel que no se permita castrar su capacidad de raciocinio y de asociación de todas las cosas que va a aprendiendo en su devenir personal y profesional, aquel que se dé cuenta de que «todo lo humano le concierne» y que, por tanto, no será suficiente con lo que ya se le imparte, debe pedir, buscar, arañar, reclamar… hasta conjugar en sí mismo tantas líneas que pueda darse el lujo, entonces sí, de llamarse filólogo y de ejercer como tal.

Y es que para poder desarrollar la habilidad de «comprensión de lectura, (d)el ejercicio de la escritura y (de) la expresión oral en diferentes dimensiones»14 no es suficiente con que lleve un cursito de expresión escrita, o unos cuantos talleres de prácticas escriturales y de lectura. Es necesario que ponga en juego todos los cursos que lo están atravesando y lo han atravesado hasta ese momento; pero más allá, debe entretejer, en cada frase que dice, en cada labor que haga, toda su experiencia vital, porque en todas partes hay pistas que lo pueden llevar hasta el fondo mismo del discurso; ese lugar sin lugar al que pretende llegar y al que, una vez alcanzado, debe comenzar a perseguir en su inevitable desvanecimiento.

San José, julio de 1995



Notas

1 Perfil del bachiller en filología española. «Tareas», apartados II.1, II.2, II.3 y II.4. El enunciado específico que encabeza o sirve de núcleo para cada uno de estos apartados implica dos vervos en particular. El enunciado específico que encabeza o sirve de núcleo para cada uno de estos apartados implica dos verbos en particular: promover y difundir. Por ende, el filólogo tiene las tareas de un promotor (dícese de la persona que promueve) y de un difusor (dícese de la persona que difunde).
2 Porque usted ha pasado, cuando menos, los últimos cuatro años de su vida escuchando a los lingüistas asegurar que es la lengua la que decide lo que la Academia debe decir y no la Academia quien dice cómo habla la lengua. No en vano ha cursado usted todo un año de Introducción al a Lingüística y otro más de Español de América y Costa Rica.
3 Consciente. adj. Que siente, piensa, quiere y obra con cabal conocimiento y plena posesión de sí mismo.
4 Óp. cit., apdo. II.7.
5 Ibíd., apdo. II.6.
6 En lugar de pura léase puta. Error de impresión.
7 En lugar de abogados léase aburrados. Error de lectura.
8 Nótese la presencia del artículo totalizante la. Sabemos que, en ningún aspecto de la vida, menos del lenguaje, existe la solución; tan solo podemos aspirar a una solución; pero hemos logrado un conformismo social tal que permite a los hablantes (hablados) dejarse engañar por esta triquiñuela de la palabra.
9 Nota de actualización: este ensayo analiza el currículo de la carrera de Filología Española vigente en 1995. Desde entonces el plan de estudios ha experimentado cambios diversos, incluyendo los talleres citados.
10 Óp. cit., apdo. III.1.
11 Ver los apartados III.2, III. 3 y III.4, e incluso los III.5 y III.6.
12 De los cursos de teoría literaria podríamos decir que nos da mucho gusto que estén reduciéndose en lugar de aumentar, porque le estaban llenando a la gente la cabeza con demasiada paja; es decir, ahora ya salían hablando un montón de barbaridades que no han sido aprobadas por el Ministerio de Educación (por lo menos hemos logrado que no se admitan en bachillerato). También agradecemos a la Escuela que no se estén brindando cursos (por lo menos no todos los semestres) de semiótica para estudiantes de bachillerato, ni otra serie de temas que podrían ser demasiado etéreos o demasiado reveladores de las ideologías que ocultamos. Además de que es una excelente estrategia: si todos los estudiantes comenzaran a llevar estas materias en lugar de las sugeridas (forma de imperativo, especialmente en Costa Rica), podrían atrasarse tanto que nunca se graduarían o les podrían interesar a tal nivel que propondrían un sistema más libre en donde cada estudiante pueda más o menos ir formando su propio plan de estudios. Los costos de este sistema serían tan elevados, y los resultados podrían ser tan peligrosos para la ideología dominante, que ya no habría ninguna excusa para privatizar la universidad (de todos modos ya lograron superar los escollos de la opinión pública que se oponían a la banca privada).
13 Óp. cit., apdo. IV.1.
14 Óp. cit., apdo. IV.2.

sábado, 12 de diciembre de 2009

¡Felices fiestas!

El tiempo del sol, el cielo azul, los vientos alisios y, por estos rumbos centroamericanos, el aroma a tamal y a fiesta ya han comenzado a sentirse. El 2009 fue un buen año, porque nos legó este blog entre otras muchas alegrías que no corresponde reseñar aquí.

Así, entre el cierre de labores y el agotamiento acumulado, las vacaciones también le llegan a Nisaba, al menos durante algunos días. En las próximas semanas tendremos poca actividad, si el merecido reposo no nos gana la batalla. Ya regresaremos el próximo año, con muchos temas que se han quedado ya en el esbozo y primeras ideas.

Para despedir la actividad del 2009, ha reaparecido entre los papeles viejos un modesto ensayo (para denominarlo de alguna manera) que alguna vez fue el trabajo final para una asignatura. Con un poco de ironía y humor crítico, se toca el tema del perfil profesional del filólogo que, en Costa Rica, es el corrector de estilo por excelencia, según nuestra tradición profesional.

Su extensión es superior a los artículos que usualmente coloco en el blog, pero bien merece ser leído de un tirón y se compensará un poco la ausencia de los próximos días.

Muy felices fiestas para este año 2009, y que el 2010 venga lleno de grandes planes, nuevos éxitos y, sobre todo, mucha esperanza.

lunes, 30 de noviembre de 2009

¿Cómo se enseña a escribir?

Durante muchos siglos se comprendió la escritura como un arte inspirada por las divinidades. Las invocaciones a las Musas que precedían cualquier poema anterior al siglo XVII eran más literales de lo que puede aceptar nuestra mente positivista. El siglo XVIII y el romanticismo nos trajeron como legado al autor como demiurgo y dueño de su obra. Para poder crear al autor también era necesario pasar a un nuevo paradigma: de la inspiración al genio. Los autores no se formaban ni eran el resultado de su entorno, sino figuras sobresalientes cuya capacidad innata los elevaba sobre el común de los mortales. Hasta entonces, lo más cercano a la formación de autores eran los círculos literarios informales, entre amigos y colegas, y centrados en la escritura literaria.

Fue hasta el siglo XX que la formación de escritores se abrió camino hasta las aulas universitarias en países como Estados Unidos, Canadá y, más recientemente, México. El periodismo es una forma de escritura técnica, pero no es la única.

La aparición de la escritura técnica hacia finales del siglo XIX, como resultado de la explosión comercial y la necesidad de promover y estimular el consumo, trajo consigo una gran pregunta: ¿cómo se enseña a escribir?

Reporta Karen A. Schriver (1997: 56 y ss.) que todavía, hasta la fecha, conviven tres diferentes aproximaciones de la enseñanza de la escritura: a) la tradición artesanal, b) la tradición romántica y c) la tradición retórica. De esta forma clasifica Schriver las maneras de enseñanza de las escrituras creativa y técnica en su medio, los Estados Unidos.

La tradición artesanal (craft tradition) se centra en la enseñanza de reglas de la lengua, en la corrección gramatical y en la perfecta ortografía. Se enseñan los géneros de la escritura, los estilos, las modalidades de escritura (argumentativa, descriptiva) y una serie de técnicas expositivas (comparación, contraste, resumen).

La tradición romántica (romantic tradition) considera que es imposible enseñar y transmitir la buena escritura; especialmente la de carácter creativo o artístico. La enseñanza de la escritura consiste, para esta escuela, en proporcionar el entorno adecuado para que el aspirante a escritor pueda expresar libremente su creatividad. La escritura es considerada un viaje de autodescubrimiento y muchos de los ejercicios están orientados a llevar diarios y explorar temas muy personales. Los docentes guían ejercicios de comentario de lo escrito y dan consejos sobre aspectos como el lenguaje, la profundidad, el punto de vista o el uso de imágenes y metáforas.

La tradición retórica (rhetorical tradition) recupera el concepto griego de la retórica como arte de la persuasión (Aristóteles, Cicerón, Quintiliano). Aquí, la gramática y el genio quedan en segundo plano. En cambio, se parte de un cuerpo teórico para reflexionar sobre las relaciones entre el comunicador, la audiencia, las palabras, las imágenes y el contexto.

Esta sencilla clasificación contribuye a hacer nuevas preguntas: ¿Cómo queremos formar autores? ¿A cuál tipo de tradición deberíamos darle énfasis? ¿Cuál(es) de estas tres nos puede(n) dar el tipo de autores que necesitamos?

¿Por qué no tenemos escuelas de escritores?

En los países con un alto nivel de alfabetización, las personas «aprenden a escribir» desde la infancia, ¿no es así? ¿Aprenden a escribir realmente?

Sabemos con certeza que se les enseña el código alfabético y su adecuado uso para la comunicación escrita. Y, sin embargo, hemos visto un incremento espeluznante en la cantidad de estudiantes que llegan por primera vez a las aulas universitarias y que ya no alcanzan las competencias mínimas para comunicar sus ideas por escrito; ya no digamos con claridad y precisión, sino, en muchas ocasiones, ni siquiera con una ortografía medianamente aceptable.

Se ha creído, erróneamente, que leer mucho produce, de manera automática, escritores de calidad y con buena ortografía. Esta es una idea generalizada, sin ningún sustento real. De hecho, una vez conocí a un lector ávido que se confesaba deficiente en ortografía.

Un lector que aprende a escribir de sus lecturas no lo hace de manera espontánea. Media su esfuerzo consciente por leer con atención, por practicar el vocabulario novedoso y los giros lingüísticos exóticos y, en fin, por expresarse con la misma fluidez y calidad de los escritos que tanto lo apasionan.

De ahí que podamos hacer esta otra afirmación: no podemos dejar la escritura «a la venia de Dios», «a la inspiración del momento» o a que sea aprendida «por arte de magia». Como cualquier otro oficio, debe aprenderse y desarrollarse sistemáticamente. Tenemos facultades de Bellas Artes, enseñamos Arquitectura, tenemos licenciaturas en Danza. ¿Acaso no pesan sobre estas disciplinas las mismas dudas que sobre la escritura? Que si puede o no enseñarse; que si es un arte, una ciencia o un oficio; que si el talento se puede o no formar o, cuando menos, encauzar... La escritura, ya sea creativa o técnica, no difiere en nada, en lo sustancial, de cualquier otra de las artes. ¿Por qué no tenemos una escuela de Escritura? Ese, sin duda, es uno de nuestros retos más inmediatos.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

¿Por qué formar autores académicos?

La escritura académica, como ya hemos visto en artículos anteriores, es una forma de escritura técnica. Surge una pregunta básica: ¿cómo se forman los escritores académicos? ¿Por inspiración? ¿Por genio? ¿Por imitación? Hasta el momento, en Costa Rica no existen esfuerzos sistemáticos para formar escritores académicos, fuera de algún curso aislado de redacción, fuera de ningún programa de formación. Los académicos deben aprender a escribir de la manera más difícil: enfrentándose a la escritura, usualmente de su tesis o sus artículos, con muy poca o ninguna guía en lo concerniente a la manera de escribir como tal.

Cuando estos académicos, especialistas, tratan de llegar al mundo editorial –o son convocados por este, para que pongan por escrito su saber– la única escritura que manejan, si la manejan, es el discurso estrictamente científico y técnico. Muchos carecen de la instrumentación para transformar el saber en bruto en una obra que comunique, transmita y eduque.

No puede existir una cultura editorial saludable sin su materia prima: una escritura saludable. Los escritores, elevados a la categoría de autores mediante su ingreso en el mercado editorial, son actores clave de todo entorno editorial que se respete.

En vista de esta circunstancia, las editoriales académicas, si quieren mirar hacia el futuro, tendrán que invertir en el presente. Es urgente formar escritores (autores potenciales) y contribuir a crear las condiciones para que quienes conocen, saben, investigan y enseñan adquieran las herramientas requeridas para hacer el salto cualitativo hacia la adecuada comunicación y enseñanza de su saber.


domingo, 8 de noviembre de 2009

"Al César lo que es del César..."

Las empresas editoriales se sitúan en un mundo fronterizo: entre la empresa, con todos sus requisitos comerciales, monetarios y materiales, y la cultura, con toda nuestra visión de ser ese algo intangible, sagrado, elevado que está, de alguna manera, exento de las necesidades económicas del mundo material.

El imaginario occidental está atravesado por la (ir)reconciliable separación entre cuerpo (carne, pecado) y alma (manifestación divina, pureza) que proviene de aquellas antiguas traducciones al latín de las palabras del autodenominado apóstol Pablo. Bien entendidas o mal entendidas sus palabras originales, los padres de la Iglesia que vinieron después le dieron forma al conflicto dialéctico interno —a nosotros heredado— que se deriva de entender el mundo como una lucha dualista entre el bien y el mal, entre el espíritu y la carne, entre lo inmaterial y lo material.

Y ahí, en el centro de ese dualismo, el libro emerge como la síntesis de ambas: material en su forma externa, es también intangible en su dinámica interna. Así, denominamos «libro» a la inmaterial «obra», la que solo existe y puede existir en la mente del autor y del lector, en los actos de representación de los actores, en el performance de su re-creación por un sujeto humano; y, con la misma palabra, denominamos a cualquiera de sus copias físicas, tangibles, manufacturadas, hechas de papel (o de cualquier sustrato palpable, aun el electrónico), con caracteres impresos y visibles.

El libro-obra en sí mismo no es, en realidad, vendible, transferible, ni siquiera reproducible; es único para cada sujeto en el momento en que lo vive, experimenta, lleva a la vida.

El libro-objeto, en cambio, sí lo es. Ahí aparece el dilema: ¿vender o no vender libros? ¿Lucrar o no lucrar con los libros? ¿Obtener o no obtener beneficios materiales del intercambio material de los libros?

Si las divisiones maniqueas pos paulistas no hubiesen prevalecido a las de su maestro, Cristo, quizás no tendríamos tanto conflicto. Digamos ahora, con toda propiedad: «Al César lo que es del César...». Mientras sigamos viviendo en una sociedad basada en el intercambio monetario y en una dimensión física, realista tangible; mientras sigamos teniendo cuerpos físicos que se mueven en un mundo físico y no metafísico, no tenemos más remedio que jugar con las leyes de la realidad: hacer libros cuesta mucho y cuesta dinero. Para que la empresa editorial pueda sobrevivir en el mercado, y para que el libro intangible pueda seguir vivo, no queda más que lidiar con las reglas del César.

Libro: ¿objeto de cultura o bien de mercado?

La empresa editorial es, querámoslo o no, una empresa. Media la manufacturación de un producto final tangible, intercambiable, valuable, vendible. Está, por lo tanto, sujeta a la economía y el costo financiero, a la variabilidad del mercado, a las leyes de la oferta y la demanda, a la realidad del «vil metal» sin cuya base no podría costearse la creación de libro alguno. Aceptar esta realidad para un bien que apreciamos tanto por su valor intangible (el texto, la palabra, la obra, todo lo que está más allá de la materialidad de la letra impresa) sigue siendo, en la actualidad, una ambigüedad que atormenta a quienes iniciamos nuestros pasos en el mundo editorial.

Más todavía cuando comenzamos a enumerar las características de ese algo intangible más allá del signo escrito material: que si es un objeto de cultura; que si es un instrumento de la educación y, con ello, de la luz, el conocimiento, la sabiduría. En nuestras culturas hijas de las religiones «del Libro», uno de los arquetipos de referencia obligatoria es, sin duda, la obra sagrada, el volumen en cuyas páginas abiertas se manifiesta la palabra divina, la intocable, la inalienable, la que se respeta al punto de no poder ser objeto del sacrilegio de nuestras anotaciones y subrayados.

Así, como lectores hemos crecido en el mundo del libro sagrado y del libro como el más elevado y prestigioso instrumento de la transmisión del conocimiento. ¿Cómo conciliar esta naturaleza con la realidad de la industria de la producción de libros? ¿Cómo pensar en libros contables, estrategias de mercadeo, regateos de derechos de autor, contabilización de ediciones frente a notario público, recuperación de la inversión... en fin, en rentabilidad? Primero, debemos exorcizar nuestros propios demonios internos. Antes de hacerlo, no podremos llevar ninguna empresa editorial a buen término.

"Ya veo lo que dices"

La Página del Idioma Español (http://www.elcastellano.org/) reporta esta semana una noticia que nos podría parecer de ciencia ficcion. Estos increíbles japoneses lo han hecho de nuevo: han inventado unos anteojos o gafas que pueden hacer traducción simultánea de cualquier frase dicha en otra lengua y desplegarla en la forma de un subtítulo. Si bien me imagino las posibles incomodidades de hablar con un Tele Scouter (el nombre que por ahora tiene), y pienso en los increíbles conflictos que tendrá el cerebro tratando de averiguar a qué le pone atención (a las gafas, al suelo, a la calle si estuviera conduciendo), parece destacable el esfuerzo por inventar gadgets que reducen las distancias entre los pueblos.

Todavía está pendiente la invención de un auténtico traductor universal, al estilo de la propuesta futurista de la conocida franquicia de series de televisión Star Trek. Sin embargo, entre tanto, cada año nos vamos quedando con menos excusas para comprender a nuestros vecinos. Una vez que las barreras lingüísticas hayan sido eliminadas plenamente, solo nos quedará lidiar con lo más difícil: las personalidades, los sentimientos, los razonaminetos... las personas (derivado de la palabra griega para ‘máscara’) en sí mismas. En comparación, aun cuando el dichoso aparatito para tener subtítulos en los anteojos esté bastante lejos de nuestro presupuesto actual (costará la bagatela de cien mil euros), parecería todavía barato si, además de traducirnos las palabras que el lenguaje codifica fuera capaz de ponerle subtítulos a las sutilezas humanas que vienen detrás de cada expresión lingüística. ¿Será que los japoneses podrán inventar también subtítulos para los pensamientos y las ocultas intenciones?

viernes, 6 de noviembre de 2009

Responsabilidad social de la empresa editorial

La editorial es una de las empresas culturales con mayores oportunidades de servicio, dados sus alcances, sus posibilidades, la inclusividad de sus tecnologías, su propia naturaleza. La editorial es también una de las empresas culturales por excelencia de la educación, de la transmisión de conocimiento, de la promoción del saber y de la difusión de las formas de pensamiento constitutivas de las sociedades, de la humanidad presente y futura, de los proyectos de nación, del desarrollo y del bienestar general. El libro es más que un objeto de cultura: es uno de los componentes básicos de la evolución humana.

De esta manera, la empresa editorial es un instrumento de la difusión de ideas, de la propagación de ideales, del esparcimiento de propuestas para mejorar la realidad inmediata de sus lectores y de la sociedad en la que viven. Tiene una responsabilidad social indiscutible, incluso si ha elegido lo opuesto: aunque sus fines fueran exclusivamente lucrativos, nadie que compre y lea sus libros quedará incólume y, por lo tanto, lo que en esas páginas se diga y se reproduzca por miles tendrá también un impacto y unas consecuencias de las cuales el editor es, a su vez, responsable, debido a su participación en haber dado a conocer la obra.

Vista de esta manera, la rentabilidad económica es una manera de sostener materialmente la labor más elevada a la que se responde. La autosostenibilidad y el lucro de la empresa editorial no es un pecado: es un deber; es la forma de garantizar la capacidad material de seguir proporcionando un servicio al entorno. Sin dinero, no hay más libros; sin más libros, no se contribuye a la evolución humana. La decisión es simple, ¿no?

sábado, 31 de octubre de 2009

Decálogo de la labor en equipo

Para mí, trabajar en equipo es todo un arte y requiere de una combinación de factores que involucra a cada uno de los miembros y participantes. Si, además, nos encontramos en un entorno laboral, el bien común y el fin más elevado al cual servimos tienen preeminencia sobre los intereses individuales y, por ende, hacen todavía más necesaria la existencia de buenas y rectas relaciones humanas.

En mi experiencia particular, la base de todo trabajo en equipo subyace en la actitud de cada persona. No existen fórmulas infalibles cuando de relaciones personales se trata, pero he aquí algunas ideas básicas para mantener la adecuada relación de respeto mutuo entre las partes que es necesaria e indispensable para el éxito de los procesos laborales.

Los mejores equpos con los que he trabajado en mi vida comparten algunas de las siguientes características:
  1. Un respeto profundo y genuino por las opiniones, aportes, trabajo e intereses de los demás.

  2. Una actitud de solidaridad y apoyo mutuo en las tareas que a cada uno le corresponden (no es indulgencia ni asumir tareas ajenas, es buena disposición para ser útil cuando un compañero lo necesita).

  3. El desalojo absoluto y radical de cualquier asomo de competencia, autocomparación con los demás y deseos de imponer su propia visión. Esto también incluye desterrar la actitud de «yo y solo yo lo sé todo».

  4. Altruismo (destierro de todo egoísmo): compartir con los demás aquello que uno sabe que les va a ser útil. No tratar el conocimiento como si fuese un "bien" que debo atesorar a toda costa: el dinero que se da, se gasta; el conocimiento que se da, se multiplica.

  5. Hacer a un lado las emociones personales y concentrarse en las rectas relaciones laborales y profesionales. Las críticas se hacen sobre el trabajo realizado, para nada son alusiones personales de quien las emite hacia quien realizó la tarea.

  6. Frialdad y distancia para el análisis y el trabajo, condimentada con fraternidad en las relaciones con otros.

  7. Un interés sincero y genuino en lograr que el proyecto se cumpla.

  8. Hacer cada quien lo que le corresponde y dejar a los demás hacer lo suyo. (Por supuesto, no distraerse en no hacer lo que le toca a uno por estar diciéndole a los demás lo que les toca a ellos).

  9. Soluciones oportunas a los problemas inmediatos. (No dejarse arrastrar por el vicio de quedarse dando vueltas en la criticadera).

  10. Disposición a reconocer el error (propio o ajeno) como lo que es: algo que debe ser corregido y punto. Sin pataletas, berrinches, resentimientos, auto o mutuo-juzgamiento, ni pereza.

  11. Atención constante al calendario de trabajo.

  12. Deseos perpetuos de mejorar lo que está hecho, sin irrespetar el criterio del resto de los miembros del grupo.

  13. Capacidad de negociar y ceder cuando las relaciones humanas son más importantes que un detalle insignificante en comparación.

  14. Exiliar la pedantería, la arrogancia y la vanidad.

  15. Usar siempre las palabras mágicas de las relaciones humanas: «por favor», «gracias», «muy bien hecho», etcétera.

  16. Buen sentido del humor para aliviar las situaciones más tensas.

  17. Hablar las cosas de manera directa, transparente y sin ambages, pero con suavidad y diplomacia. (Nada de comentarios ocultos ni «puñaladas por la espalda»).

  18. Favorecer la unidad, el compañerismo y la inclusión de todos los miembros del equipo laboral. En este sentido, alejarse y desdeñar las actitudes de separación, la creación de «grupitos» y de «solo ando/hablo/vivo/velo con/por los míos» (en un entorno profesional, la separatividad es imperdonable; en el entorno personal, que cada quien ande con quien quiera).

  19. Anteponer el bien del grupo y de la labor profesional de servicio que ha sido encomendada antes de los intereses personales. Quien, en un entorno laboral, anteponga sus intereses individuales y egoístas, haría mejor con renunciar y dejarle su lugar a alguien más comprometido con la causa para la que se le está remunerando económicamente.

  20. Recta y buena actitud; o como dicen por ahí: «a un empleado se le puede perdonar todo (porque todo es remediable: la capacidad, el entrenamiento, la ignorancia) excepto las faltas de actitud».

La edición: una labor de equipo

La figura clásica del editor es la de alguien al teléfono, coordinando procesos, concertando esfuerzos, mediando entre las partes y, por supuesto, con una gran mesa rodeada de libros, obras de referencia y lapiceros rojos.

La labor editorial no es solitaria; por el contrario, es la confluencia de muchos actores lo que la hace posible. En la edición literaria, el escritor se encuentra más o menos al inicio de la cadena. En la edición técnica y, dentro de esta, en la académica con fines didácticos, el proceso se inicia varios años antes de llegar a la mesa de producción, en el seno de una escuela o programa académico, en un ministerio o una dependencia curricular. El planeamiento de unos contenidos, de una metodología, de unos enfoques es el primer paso para el esqueleto de lo que luego llegará a ser una obra didáctica.

Pasa por muchas manos hasta que por fin llega a la mesa editorial, en donde la escritura y la revisión son procesos casi simultáneos, paralelos y continuos; conjuntamente se va formando la obra con un respeto por el diseño curricular al que debe responder y con la asesoría de diversos participantes, incluidos los especialistas de contenidos, los asesores lingüísticos, los artistas gráficos y, en el moderno mundo de muchos medios, los colaboradores de cualquier producto multimedial, electrónico o audiovisual que pueda estar ligado a la obra didáctica.

¿Cuáles son los retos de una labor en donde tantos brazos deben participar? En casos así, es necesario primero «hacer equipo» (más allá que «grupo») y después laborar conjuntamente. Y cada equipo, una vez conformado, ha de recordar siempre a quién sirve y para qué existe. Si se editan obras académicas didácticas, su labor está al servicio de la institución y, a través de esta, de sus estudiantes. Por lo tanto, lo que tenemos a nuestro cargo no es un «feudo» de nuestra propiedad personal, sino que conformamos una célula al servicio de un propósito más elevado. Que el editor y su equipo no olviden nunca para quien laboran: porque no es para sí mismos.

La labor editorial: una oportunidad de servicio

La etimología latina de la palabra edición es edere, ‘dar a luz’, ‘parir’. Quien edita está constantemente «pariendo», «dando a luz», aportando de su misma sustancia a la formación del texto por publicar. (¿O acaso hay dos tipos de editores: el editor-partera y el editor-madre? La edición tradicional, ciertamente, se haya más del lado de la partera; los editores fungen de comadronas porque la criaturita les llega ya formada. Pero, ¿y los otros?, quienes toman un texto desde antes de que exista, desde antes de que se haya contratado a quien deberá crearlo?).

Estoy evitando aquí, conscientemente, el uso de la palabra «trabajo» porque deriva de un instrumento de tortura medieval: el tripalium. En cambio, propongo la palabra labor, ligada a la muy antigua tarea de labrar la tierra, sembrar la semilla. El quehacer editorial es, así, una labor (siembra) de darle forma y sustancia al texto (gestación-parto), una forma física para que pueda ser tocado, acariciado, visto por otros, por el otro. Y es precisamente ese otro el que el editor no puede nunca dejar de considerar: todos nuestros esfuerzos tienen como fin último eliminar todo cuanto pueda ser un estorbo en la lectura y, para ello, es necesario imaginarlo, soñarlo, conocerlo, prever sus necesidades, deseos e inquietudes.

¿Y cuál es la función del editor si el otro es, además, un estudiante, una persona que se acerca a un texto porque quiere/debe/necesita aprender y, más aún, autoaprender?

En estos casos, la responsabilidad es todavía mayor. El error de un libro no se repite una, sino muchas veces, como bien denunciaban los monjes medievales cuando, nostálgicos desde su scriptorium, se rehusaban a aceptar la innovación de la imprenta. «¿Cómo conoceremos ahora la verdad?», preguntaban «¿ahora que ya no podremos comparar las diferencias entre los manuscritos para saber cuál es la verdad? Ahora el error se repetirá no una sino muchas veces; enmendarlo será imposible».

El error que un editor dedicado a la producción de libros de texto, en cualquiera de su niveles (escolar, enseñanza diversificada o universitario), tiene repercusiones tangibles: se está jugando el aprendizaje del otro, su desempeño, su nota, sus sueños. Está poniendo en riesgo los muchos esfuerzos y sacrificios que un individuo realiza para poder estudiar y que un Estado sostiene con la visión de que el gasto público en educación es la mejor inversión en el futuro del país.

Por eso, quienes laboran en la edición de obras académicas tienen al mismo tiempo una gran responsabilidad y una gran oportunidad: la responsabilidad de poner su empeño en lograr la mejor obra posible para sus estudiantes; la oportunidad de aportar una semilla en la formación de la próxima generación de ciudadanos y líderes del país.

La edición académica con fines didácticos

La edición de obras académicas con fines didácticos, o como la vamos a llamar aquí, la edición académica didáctica, pertenece al campo de lo que en la terminología editorial norteamericana (ya adoptada por la industria editorial argentina) se conoce como edición técnica. A grandes rasgos, la edición técnica es todo proceso editorial cuya finalidad sea la publicación de una obra no literaria (Schriver, 1997; Piccolini, 2002: 119). En la edición técnica se incluye una gran variedad de productos escritos, tales como manuales de uso, formularios y documentación oficial, recetarios de cocina y, lo que es de nuestro interés aquí, los libros de texto u obras de carácter didáctico.

De acuerdo con esta definición, la edición académica a secas también entra en el campo de la edición técnica. También aquí conviene hacer una delimitación conceptual. La escritura académica propiamente dicha es aquella inscrita en el campo de un entorno académico. Carolina Figueras y Marisa Santiago, en su ejemplificación de distintas modalidades de escritura académica, distinguen al menos cuatro: libro de texto, artículo especializado, examen y artículo de investigación (2000: 23). Le podemos añadir, aunque estén en el límite entre la escritura académica y la estrictamente científica, los informes de investigación y las tesis de grado y posgrado. Todas estas modalidades de escritura son muy distintas entre sí y, de ellas, incluso algunas no alcanzan nunca la mesa de un editor, como son los exámenes y, en cierta forma, las tesis (excepto cuando se ha determinado su publicación).

Ahora bien, los procesos editoriales que se siguen para una obra científica, divulgativa o académica no realizada con fines didácticos son muy distintos a los de una obra didáctica. En el ámbito costarricense, muy a menudo, la función del editor, en estos casos, se reduce a coordinar el proceso de publicación, que incluye la contratación de un corrector de estilo, los artistas gráficos (diseñadores, ilustradores, fotógrafos) y los procesos de impresión.
En casos como estos, una industria del libro todavía incipiente como la nuestra no distingue entre el publisher y el editor (léase en inglés); ambos parecen una y la misma figura: un mediador entre el autor y la puesta en circulación de su texto (Pérez, 2002: 69).
La edición de libros de texto, en cambio, se realiza mediante un complejo proceso editorial que implica acciones sucesivas con varios niveles de complejidad y profundidad.

Para comprender las diferencias, conviene mencionar algunas características de la obra didáctica:

  • Debe estar concebida, diseñada y escrita para cumplir un plan de estudios definido, estructurado y previamente diseñado en sus contenidos curriculares. Responde a objetivos, lineamientos, metodologías y contenidos cuya aprobación se produce en instancias ajenas al aparato editorial propiamente dicho. Por lo tanto, responden a un plan de contenidos previo, no elegido libremente por el autor.
  • Debe considerar las características del público al que se dirige, el nivel formativo en el que se encuentra y las políticas institucionales o de línea editorial a las que responderá la obra.
  • Debe incluir herramientas para facilitar los procesos autorregulados de enseñanza-aprendizaje, a partir de ejemplos, palabras clave, recursos y ayudas didácticas, una redacción clara y de carácter expositivo, ejercicios y actividades sugeridas, figuras e ilustraciones, vocabularios y glosarios y cualesquiera recursos que puedan considerarse pertinentes y necesarios para la adecuada exposición y aprehensión de los contenidos de la obra (para un cumplimiento eficaz del diseño curricular).
  • Debe darle prioridad a la claridad expositiva y la comprensión de los temas, aunque para esto deba sacrificar algunos recursos retóricos propios del discurso científico. Así, enfoques o aproximaciones de la exposición que se considerarían imperdonables en una obra estrictamente científica, son licencias necesarias en las obras didácticas (como ejemplos y digresiones); mientras que el discurso científico normal (argumentativo y demostrativo) puede resultar pesado y hasta contraproducente en la escritura con fines didácticos (Figueras y Santiago, 2000: 23).
  • Aun cuando el discurso mediado tiene prioridad sobre el científico, los contenidos deben ser veraces, comprobables y científicamente sustentados; por lo tanto, requieren de la participación de especialistas en contenido para revisar la exactitud de la información y la pertinencia de la metodología de enseñanza-aprendizaje elegida (mediación).
Dados los requisitos de las obras académicas con fines didácticos, se requiere de un equipo multidisciplinario y multifuncional que pueda cumplir las fases de la edición académica. Es aquí en donde la figura del editor académico aparece como un actor clave del proceso.
La terminología en nuestra lengua española en el campo de la edición todavía está en proceso de delimitación, puesto que tradicionalmente, la palabra editor se ha empleado para referirse a eso que en la industria del libro norteamericana se conoce como publisher; mientras que las figuras del editor y del copyeditor ni siquiera tienen un equivalente en español que haya salido de un ámbito muy especializado.

Para tratar de clarificar los subprocesos editoriales que entran en juego en la edición de obras académicas, propongo que sigamos la siguiente nomenclatura:
  • Casa editorial (publisher): la empresa editorial o institución que asume los costos de publicación, comercialización y mercadeo de la obra.
  • Director editorial: la persona o encargado que define la línea editorial y las obras por publicar (cuando hay un consejo editorial, es quien ejecuta sus decisiones), mantiene una relación cercana con los departamentos de mercadeo y comercialización (o bien, toma él mismo estas decisiones), se encarga de la búsqueda y contratación de autores. Las funciones exactas de un director editorial varían según el tamaño y características de la casa editorial.
  • Editor: es el encargado de acompañar todo el proceso de edición, desde el momento en que el autor ha sido asignado hasta su salida de los talleres de imprenta. Por lo tanto, asume dos tipos de tareas: coordinación y edición. En tanto coordinador, vigila los plazos de entrega, está en contacto con los miembros del equipo y vela por que se cumplan todas las fases del proceso. En tanto editor propiamente dicho, se encarga de la lectura y revisión del material y, en general, de todos los pasos necesarios de la preparación del texto. El nivel de profundidad con que intervenga depende del tipo de obra que edite.
  • Corrector de estilo: sigo aquí la propuesta de traducción de Carmen Barvo para el término inglés copyeditor. A este tipo de corrección también se la denomina preparación del original o preparación tipográfica. Esta fase se concentra en la revisión tipográfica y ortotipográfica, la corrección gramatical, la claridad en la comunicación (precisión terminológica y sintaxis), la mejora de la expresión escrita y de la organización sin alterar sustancialmente la estructura ni reescribir. En el medio costarricense, la mayor parte de estas correcciones las asume el filólogo.
  • Corrector de pruebas: realiza lo que en inglés se llama proofreading. Realiza la corrección tipográfica; detecta errores mecánicos y erratas; verifica la corrección gramatical; revisa que todos los elementos gráficos estén bien utilizados según el diseño seleccionado; señala ríos, calles, huérfanas, viudas y otros errores de la maquetación final. El corrector de pruebas se encuentra en una de las fases finales del proceso de edición.
En una obra literaria o académica normal, la intervención del editor llega hasta donde el autor se lo permita (Pérez, 2002: 71). En una obra académica didáctica, pocas veces se tiene el privilegio de encontrar especialistas en contenido (criterio principal para su selección) que además tengan entrenamiento o experiencia como escritores (Piccolini, 2002: 122). Por esa razón, la labor del editor académico es extensa e implica varios subprocesos de edición.

Maeve O’Connor propone dos niveles de edición: la edición creativa y la que aquí llamaremos edición profunda (substantive editing). La primera implica señalar cómo y dónde es pertinente reorganizar, expandir o condensar el texto, para lograr una exposición más clara de las ideas. “La edición profunda significa asegurarse de que los autores han dicho lo que querían decir tan clara y correctamente como sea posible. Esto usualmente se hace al mismo tiempo que la edición técnica e incluye correcciones de gramática y ortografía, hacer sugerencias menores acerca de la reorganización, expansión o condensación del texto y sugerir cómo los títulos, palabras clave, resúmenes, estadísticas, tablas e ilustraciones pueden presentarse mejor y cómo el estilo puede ser revisado para proporcionar la mayor claridad y precisión” (1979: 41). En síntesis, “Un editor es mucho más que un corrector de estilo cuando se hace cargo de un proyecto en particular. Es quien ayuda a encontrar la mejor estructura y el mejor tono; compila, redacta, corrige, sugiere, corta, equilibra un texto” (Pérez, 2002: 70).

El editor académico, además, proporciona sugerencias sobre las imágenes, figuras y tablas que acompañan al texto, la mejor manera de reforzar los conceptos y los recursos didácticos que puedan ser necesarios.

En la práctica de la edición académica didáctica, el editor académico tiene la responsabilidad de acompañar la obra en todas las fases de la edición. Así, inicia desde la asesoría en la creación del plan de la obra a partir del diseño curricular; realiza la edición creativa y la profunda y, finalmente, debe asumir también la corrección de pruebas. Únicamente el proceso de corrección de estilo (copyediting) suele compartirse con un profesional en filología para que realice una asesoría lingüística calificada (en aquellos casos en que el editor académico no tenga la formación o la experiencia para realizar esta función por sí mismo).

La edición académica con fines didácticos es, como puede verse, una de las formas más complejas de edición. Su recompensa, sin embargo, lo merece: la realización de obras didácticas diseñadas para ser leídas y releídas, estudiadas, comprendidas y aplicadas. Una obra didáctica se escribe para ser utilizada, exprimida, aprovechada hasta su último párrafo, con el menor esfuerzo posible por parte del lector en cuanto a decodificación y usabilidad. Uno de los máximos logros de un editor académico es contribuir a la realización de textos claros, comprensibles, didácticos y, no por ello, menos profundos y bien sustentados. De esta forma, su labor es más que un trabajo remunerado: es un servicio en la formación ciudadana costarricense de uno de los proyectos más exitosos en la educación inclusiva y democrática en América Latina y, desde luego, en la historia de este país.

Bibliografía consultada y referencias
Barvo, Carmen. (1996). Manual de edición. Guía para autores, editores, correctores de estilo y diagramadores. Santafé de Bogotá: Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe.
Martínez de Sousa, José. (1993). Diccionario de bibliología y ciencias afines. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez.

Martínez de Sousa, José. (1999). Manual de edición y autoedición. Madrid: Ediciones Pirámide.
Figueras, Carolina y Santiago, Marina. (2000). “Capítulo 1: Planificación”. Montolío, Estrella, coord. Manual práctico de escritura académica. Vol. 2. Barcelona: Editorial Ariel.
Sullivan, K. D. y Eggleston, Merilee. (2006). The McGraw-Hill Desk Reference for Editors, Writers, and Proofreaders. New York: McGraw-Hill.
O’Connor, Maeve. (1979). The Scientist as Editor. Guidelines for Editors of Books and Journals. New York/Toronto: John Wiley & Sons.
Pérez Alonso, Paula. (2002). “El otro editor”. Sagastizábal, Leandro de y Esteves Fros, Fernando, comps. El mundo de la edición de libros. Buenos Aires: Paidós.
Piccolini, Patricia. (2002). “La edición técnica”. Sagastizábal, Leandro de y Esteves Fros, Fernando, comps. El mundo de la edición de libros. Buenos Aires: Paidós.

domingo, 25 de octubre de 2009

Cultura de la corrección: mostrar el error es amar, no criticar

Cuando de corrección se trata, se conjugan múltiples factores en la reacción de las personas ante el señalamiento de un error: traumas creados en la escuela, la creencia falsa que ser hablantes de una lengua los hace expertos en sus reglas y sutilezas y, sobre todo, el peso cultural que puede existir debido a la conceptualización del error y la crítica ajena dentro de su sociedad.

Una manera de buscar el balance en el campo de la corrección es promover una actitud saludable ante el error y el cambio; en otras palabras, promover una «cultura de la corrección». El respeto mutuo y el amor al trabajo bien realizado son dos factores clave en el éxito del proceso de leerse y corregirse mutuamente.

Finalmente, se requiere despojar al error de aquellos componentes emocionales y personales que nos hacen caer en la creencia falsa de que criticar el producto es criticar a la persona. El solo hecho de ver el error a tiempo de enmendarlo es una oportunidad para mejorar cuando estamos a tiempo, en lugar de lamentar los errores cuando ya mucho dinero y tiempo se han perdido.

Así, la crítica y el señalamiento del error dejan de experimentarse como un ataque a la persona o un intento malintencionado de acabar con un proyecto; en su lugar, nos encontramos con la verdadera crítica constructiva: vemos el error y lo evidenciamos para que la persona responsable pueda tomar las medidas correctivas de manera inmediata, cuando todavía existe la oportunidad, cuando aún no se han producido pérdidas económicas ni daños a terceros (los lectores). Ver el error al tiempo es nada más (y solamente) el primer paso para corregirlo.

Laberinto de erratas: los muchos niveles de la corrección

La palabra corregir se relaciona con la rectitud. Nos transmite la idea de tratar de hacer "recto" aquello que todavía no lo está, literalmente, de "rectificar". La rectitud se mide con la regla, el instrumento que a un mismo tiempo nos sirve como punto de comparación y de medición. Sin la regla como punto de referencia, no existe posibilidad de determinar en dónde hay carencia de "rectitud".

La corrección como oficio de la palabra, inevitablemente, tiene también sus reglas o puntos de referencia desde donde podemos determinar si hay algo carente de rectitud; algo que, por ende, necesita "corrección". La regla, como punto de referencia, no debe confundirse con la rigidez y la falta de sensatez. Una regla debe ser lo suficientemente firme como para poder cumplir su función adecuadamente y lo suficientemente flexible como para no quebrarse en el proceso. La inmensa cantidad de reglas que una lengua tiene a menudo ha contribuido a difundir la imagen del corrector que es un "policía de la palabra", como si un error fuera el equivalente a un delito, juzgable y punible.

La corrección, en el campo de la comunicación impresa, tiene muchos niveles, aunque todos trabajan con la palabra, la escritura y la letra misma (o los signos gráficos). Antes de iniciar una corrección, los términos de la tarea han de ser muy claros: ¿Es necesario revisar el orden de las ideas, la propuesta de la información, el desarrollo de los temas, la selección misma de contenidos? ¿Se debe corregir la comunicación, la expresión, la manera de entregar la información y las ideas? ¿Se debe arreglar la escritura de acuerdo con las reglas generales de formación de oraciones, palabras, frases y párrafos la lengua utilizada (sintaxis y morfología)? ¿Se deben rectificar todos los errores sígnicos propiamente dichos, como la ortografía, la ortotipografía y las erratas?

Hay etapas en la corrección en las que es imposible hacer una distinción entre los diversos niveles: hay tanto pendiente y todo debe ser atendido y meditado. A lo sumo, asumimos prioridades y elegimos las primeras batallas. La sintaxis tiene prioridad sobre la ortografía; la expresión comunicativa sobre la sintaxis. Conforme se va avanzando, conforme los primeros borradores, a fuerza de martillazos y carpinterías (como denomina Gabriel García Márquez a este proceso) se van transformando en un material legible y, ¿quién sabe?, hasta disfrutable, la corrección comienza a atender cada vez más el detalle y menos la estructura.

Cada corrector se especializa en algún nivel. Hay quienes aman el trabajo inicial, con sus retos de estructura y estrategia; mientras otros han refinado su capacidad para detectar hasta el mínimo detalle en la letra menuda: capturan la errata, la falta de acento, el punto mal colocado, la línea ausente, los guiones abusivos, los ríos y calles de las versiones cuasi finales...

Finalmente, cuando el texto ha pasado por muchas manos rectificadoras (del autor al editor, del editor al corrector de estilo, del corrector de estilo al de pruebas), llega el momento de tomar la decisión de finalizar la corrección, aun a sabiendas de la existencia de duendecillos malvados camuflados entre los párrafos dispuestos siempre a dejar un error en la primera página que vamos a abrir en el primer ejemplar salido de la imprenta. Aún conociendo esto, los muchos correctores seguimos haciendo nuestro trabajo porque cada error hallado es un error menos y un segmento de línea recta más para acercar nuestro producto al ideal con que lo comparamos.

Día del corrector: en honor a Erasmo

Leer, tachar, corregir, volver a leer, volver a tachar, volver a corregir, mirar un instante al vacío y recomponer la frase, imaginar cómo se leería/escucharía/saborearía si le cambiamos esta palabra, si le añadimos este conector, si le facilitamos la vida a quien lee al eliminarle estorbos y tropiezos del camino... Corrigen el autor dedicado y el editor entrenado; corrige quien ama su trabajo y se compromete, por amor, con la perfección y la belleza, aun cuando sepa, con toda certeza, que ambas son ideales casi imposibles; corrigen, dicen por ahí, los filólogos y profesionales de la lengua cuyo entrenamiento, aseguran las malas lenguas, es suficiente para ejercer el oficio; corrige, en fin, quien decide no ser indiferente ante las palabras que ven sus ojos y que sabe, verán los de muchos otros.

Cuentan las biografías legendarias que Erasmo de Rotterdam se ganó la vida como corrector en aquella época en que la imprenta de tipos móviles estaba en su primer siglo de vida. Es por eso que su natalicio, 27 de octubre, ha sido declarado el Día del Corrector. Me imagino a Erasmo, en su mesa de trabajo, con ese genio que le ha hecho sobrevivir a través de su obra más de cinco siglos, padeciendo cada corrección de un texto estulto, vacío, lleno de erratas, texto hijo de un autor con más ego que talento; Erasmo tratando de perfeccionar lo imperfectible... En sus propias noches de indignación, tras leer por disciplina y necesidad páginas y páginas de palabrería vacía, en esos momentos de máximo hastío y desesperación, me imagino a Erasmo garabateando el primer borrador de los párrafos de su célebre y todavía palpitante Elogio a la estulticia (mejor conocido como Elogio a la locura), en que la Estulticia toma la palabra y se adula a sí misma. En este fragmento extraído del apartado que el editor ha nombrado "Los poetas, los retóricos y los autores de libros", nos ha quedado una huella documental, sin duda autobiográfica, del trabajo de corrección que alguna vez realizó el propio Erasmo.

De la misma laya son los que, publicando libros, quieren alcanzar fama imperecedera, todos los cuales es mucho lo que me deben [a la Estulticia], y, singularmente, aquellos que embadurnan el papel con puras majaderías, ya que a los que escriben doctamente y para unos pocos entendidos, hombres que no temerían ni aun las críticas de Persio y Lelio, más bien los tengo por dignos de lástima que por dichosos, puesto que se hallan sometidos a un perdurable tormento; en efecto, añaden, modifican, suprimen, vuelven a escribir lo que habían tachado, insisten, rehacen, aclaran, guardan el manuscrito los nueve años de que habló Horacio antes de decidirse a publicarlo, y ni aun así están jamás del todo satisfechos. La vana recompensa de merecer las alabanzas de unas cuantas personas cómpranla a fuerza de vigilias, con grave detrimento del sueño, don dulcísimo sobre todas las cosas y a costa de fatigas y de martirios, a lo que hay que agregar el menoscabo de la salud, ruina del cuerpo; la oftalmía y aun la ceguera, la pobreza, las rivalidades del oficio, la abstinencia de los placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y otros sufrimientos por el estilo, males todos que el sabio juzga compensados con obtener la aprobación de algún que otro pelagatos como él.

En cambio, el escritor que me es devoto es más feliz cuanto sea más insigne su extravagancia, porque, sin necesidad de pasar las noches en vela, todo cuanto se le viene a las mientes, todo cuanto afluye a su pluma y todo cuanto sueña lo pone en seguida por escrito con solo un pequeño gasto de papel, no ignorando que, en el porvenir, aquel que mayores necedades haya escrito será el preferido por los más, es decir, por los indoctos y por los estultos. ¿Qué le importa a él que le desprecien tres o cuatro sabios, caso de que le lean? ¿Qué significarían el parecer de estos ante la muchedumbre que lo aclama?
Rotterdam, Erasmo de. (1508). Εγχωμιον μοριας, seu laus stultitiae. [Elogio a la locura. Tr. Julio Puyol, 2001, Madrid, España: Mestas], p. 115.

sábado, 17 de octubre de 2009

Ruido en la comunicación: texto e imagen

El ruido, desde el punto de vista de la teoría de la comunicación clásica, es cualquier interferencia presente en el medio de transmisión que pueda resultar en una pobre o nula captación del mensaje. El nombre a este fenómeno se le dio durante la época en que la radio y el teléfono eran las tecnologías de comunicación por excelencia, en donde la transmisión podía verse invadida por, literalmente, “ruido” que hacía imposible comprender las palabras del interlocutor.

Las tecnologías y los medios de comunicación han evolucionado y mutado continuamente desde entonces. De esta manera, el término, cuya analogía básica sigue siendo válida, ha invadido otros medios de comunicación no auditivos, como la documentación impresa. Karen A. Schriver, en su obra Dynamics in document design, cita las siguientes palabras de Schutte y Steinberg, que nos dan un panorama sobre la expansión del concepto de ruido:

Algunos teóricos de la comunicación han ampliado la metáfora para incluir casi cualquier cosa que pueda interferir o distorsionar un mensaje o distraer a la audiencia, incluyendo aspectos del propio mensaje. Así, por ejemplo, la verbosidad puede ser considerada ruido y distorsiona el meollo de la información que el mensaje tiene la intención de portar, o si distrae o le impide al lector comprender el mensaje […]; en este sentido, cualquier estructura gramatical pobremente elegida que interfiere con la apropiada transmisión de una idea puede ser “ruido”: en lugar de reflejar una idea y reforzarla, una estructura gramatical inadecuada crea una disonancia y trabaja en su contra. De manera similar, una composición inadecuada de una página o incluso una tipografía mal seleccionada puede crear disonancia y, por lo tanto, funcionar como “ruido” (Schutte and Steinberg, 1983: 27-28; citado por Schriver, 1997: 7).

Hay momentos artísticos de la historia en que el ruido ha sido buscado y propiciado, como el rococó y muchas obras del barroco. Sin embargo, si bien el campo artístico mucho o todo puede encontrar alguna justificación estética, en la creación de cierto tipo de documentación y de obras, el ruido es un pecado imperdonable debido a sus consecuencias.

Las consecuencias de un documento ruidoso pueden ser nefastas, tanto para quien las lee como para quien las produce (pérdidas millonarias en libros no vendidos, además de todo, devengando costos de bodegaje). Para un estudiante, ¿qué implicaciones puede tener el no poder acceder a la información de su libro o texto debido al ruido visual o a un discurso pobremente desarrollado? Desde las más sencillas, como perder valiosísimas horas de estudio nada más tratando de discernir lo valioso y medular de lo puramente accesorio, hasta el fracaso rotundo en sus procesos de aprendizaje y evaluación.

Esta reflexión no debe llevarnos al extremo: un texto sin figuras, sin blancos, sin ejemplos tampoco es la solución a los problemas. El “libro-ladrillo” (una sola columna, un interlineado mínimo, máximo aprovechamiento de todos los márgenes) también puede ser un distractor y el peor desmotivador. El equilibrio entre las dos posturas es el reto de la creación de documentos informativos y, sobre todo, de obras didácticas, tan sumidas por las últimas tendencias del “libro-con-monitos” (es decir, plagado hasta el cansancio de dibujos, recuadros e ilustraciones).

Escribir bien: de la corrección gramatical al buen libro

¿Qué significa “escribir bien”? Ese es nuestro ideal como escritores, nuestra vigilancia como editores y nuestro anhelo como lectores (leer cosas “bien escritas”), pero pocas veces nos ponemos de acuerdo en qué entendemos por “buen escribir”.

Si nos dicen “escribir”, a secas, posiblemente solo pensemos, al inicio, en la forma más externa del oficio: la gramática. Así, el nivel básico del “buen escribir” (por ser el más atendido históricamente por nuestros docentes de lengua) es el dominio de la tecnología de la escritura: la perfección gramatical, la correcta sintaxis, el uso adecuado de las palabras según su significado, la ortografía, la “buena letra”.

Quienes van más allá de la conceptualización del “buen escribir” entendido como expresión lingüísticamente “correcta” alcanzan el nivel de la estrategia de la escritura, la retórica de la palabra. ¿Para quién escribo? ¿Cómo le entrego la información? ¿En qué contexto comunicativo será leída? ¿Se comprende lo que escribo? El docente de escritura que acompaña al aspirante a escritor desde esta perspectiva intenta ayudarle a comunicarse y expresarse de la mejor manera posible, atendiendo problemas como el orden de las ideas, el exceso de palabrería y la claridad de la exposición.

Finalmente, y solo quienes comprendemos la escritura como un producto total en el que forma y contenido son indiferenciables, hay que considerar el “qué se escribe”. Aun cuando la gramática sea perfecta y la retórica dé como resultado un texto ameno, claro y bien expuesto, si los contenidos fallan, si el autor pareciera carecer del conocimiento para sustentar sus afirmaciones, si el medio (la escritura) no lleva a contenidos valiosos (el texto), las largas horas de lectura habrán sido un desperdicio miserable de tiempo y de recursos vitales (¿cuántas cosas podría haber estado haciendo o aprendiendo la persona que lee en lugar de malgastar su vida miserablemente en un documento inmerecido?).

En síntesis, ¿cómo reconocemos que un libro, texto, obra o simple documento informativo está bien escrito? Sus contenidos son valiosos, su expresión es clara y su gramática es perfecta. Me atrevo a pensar que nuestra prioridad de valoración viene exactamente en ese orden y que somos capaces de perdonar deslices en la expresión y alguna que otra falta de ortografía si los contenidos lo valen; no ocurre, en cambio, a la inversa. Para mí, esa es la esencia de la buena escritura; ¿y para usted?

lunes, 12 de octubre de 2009

El nuevo libro electrónico y los materiales didácticos

Para que podamos hablar verdaderamente de libro electrónico, es indispensable hablar de la confluencia de tecnologías: dispositivos de lectura adaptados al nuevo producto (y productos textuales adaptables a los dispositivos), tecnologías del video (como las promovidas desde hace unos años por sitios como Youtube), tecnologías del diseño gráfico (desde el lenguaje post-script hasta el PDF)... Cada uno de estos avances es, en su origen, independiente de todos los demás; su combinación, en cambio, es la cuna de lo que será el libro electrónico de la próxima década.
Algunos experimentos creativos e ingeniosos ya se están viendo, bajo el concepto de “libros híbridos”, como lo reporta el New York Times. La casa editorial Simon & Schuster, por ejemplo, está experimentando con los vooks (¿podríamos traducirlo como “livros”?), textos en los que se insertan videos visibles desde dispositivos de lectura tales como el iPhone y el iPod Touch.
La potencialidad de los vooks se hace visible en sus ejemplos: un libro sobre el tema de la buena condición física y la dieta que incluye videos con la manera de realizar algunos de los ejercicios físicos sugeridos.
¿Cuáles son las posibilidades de esta clase de híbrido para obras didácticas, especialmente en el contexto del autoaprendizaje y la enseñanza a distancia? Con videos cortos, puntuales, bien realizados, que estén ahí, junto al texto leído, podrían ser una muy atractiva y eficiente solución de enseñanza de contenidos en gran cantidad de asignaturas. Pensemos, por ejemplo, en procedimientos de laboratorio, técnicas de agricultura o cualquier ingeniería. Incluso es posible imaginar un libro de cocina que incluya, junto a la receta y la fotografía final de la comida servida, un video corto sobre la manera de cortar tal o cual ingrediente o cualquiera de los procedimientos más complejos ahí descritos.
El nuevo libro de texto electrónico no puede plantearse sin un examen cuidadoso de la tecnología. ¿Cuál será el dispositivo de lectura más exitoso? ¿Cómo resolveremos el diseño gráfico de los libros para tales dispositivos? ¿Cuáles límites y usos les daremos a los recursos complementarios de audio, video y tecnologías táctiles? Aunque algunas de estas preguntas solo podrán responderse con la paciente observación del desarrollo de las tecnologías del libro, ya podemos comenzar a imaginar el futuro no tan lejano de los materiales didácticos de la educación a distancia de la primera mitad del siglo XXI.
Gracias a Gustavo Naranjo por remitir el artículo del New York Times, "Curling up with Hybrid Books, Video Included", escrito por Motoko Rich y publicado el 30 de setiembre de 2009.

El libro electrónico como nuevo género

La clasificación de las obras literarias es un vicio de antaño en la historiografía de la literatura y, sin embargo, también está sujeto al vaivén de la moda. Tenemos las clasificaciones básicas, basadas en el tipo de lenguaje, estructuras narrativas internas e incluso tipos de contenidos de una obra: ficción y vida real; poesía y narrativa; cuento, novela y teatro... Por encima de estas categorías, aparecen los géneros estéticos, a veces impuestos por los críticos, a veces elegidos por los propios escritores: naturalismo, realismo, regionalismo romanticismo, surrealismo, nueva novela...

La moda en nuestros días obvia todos los aspectos que antes eran considerados centrales (lenguaje, estructura, ideologías, propósitos) y se centra en nuevos métodos de clasificación basados en la forma. Ahora se habla de literatura electrónica como un género por derecho propio. Se diferencia de la literatura tradicional vertida a formatos electrónicos en su manera de ser escrita, publicada e internamente estructurada. Así, ahora aparecen los conceptos de blognovela, wikinovela, hipernovela, webnovela y, desde luego, la novedad del momento: la novela colectiva. Así puede verse ya en el recién abierto Portal de Literatura Electrónica del Instituto Cervantes, que, en su intento por conservar una producción ligada a la vida efímera e insustancial de la web, se convierte, por rebote, en legitimador de estos nuevos modos de escritura.

A las clasificaciones del Instituto Cervantes cabría, con todo derecho, agregar los fanfic, obras que transitan en el límite de la lectura y la escritura, casi siempre publicadas por entregas entre círculos de lectores web (foros, blogs, portales de fanfic) y originados, sin excepción, por la lectura de mundos y personajes de los que el lector no logra desprenderse al finalizar la última página.

No sabemos durante cuánto tiempo más nos seguirá deslumbrando la “nueva tecnología” en su novedosa manera de crear, entregar y acceder la forma externa del texto. El solo reconocimiento de la existencia de sus posibilidades abre preguntas: ¿Tendrá (o ya lo ha tenido) éxito real y documentable entre los lectores (y entre cuáles)? ¿Cuántas personas acceden realmente a la lectura de estos textos (no cuántas pueden acceder, sino cuántas, en efecto lo hacen)? ¿Hay una diferencia significativa en la experiencia de lectura? ¿Cómo inciden las propias tecnologías de la hipervinculación y la fragmentación el proceso de lectura? ¿Hay ámbitos de escritura no literarios que podrían beneficiarse, acaso con más éxito, de estas posibilidades?

Mis experiencias personales reales con la lectura de textos hipervinculados han sido lo suficientemente desastrosas (a pesar de mi entusiasmo) como para mantener alerta mi escepticismo; pero eso es, quizás, porque los diseñadores de los materiales web de lectura no los ensamblan con mentalidad de lectores y no se imaginan los problemas y necesidades que tales materiales plantean, para aspectos tan sencillos y fundamentales como mantener la continuidad de la lectura, dar cuenta de cuánto se ha leído y, lo más básico, retomar la lectura luego de haberla interrumpido. La ventaja de la web es, a menudo, su propia maldición: la libertad del hipervínculo a veces lo hace irrecuperable fuera del instante mismo en que ha sido encontrado.

martes, 6 de octubre de 2009

El códice: una tecnología del libro

Hablar de “nuevas tecnologías” es una moda de nuestros tiempos modernos. A pesar de la antigüedad de la palabra tecnología, ya nuestro imaginario está muy viciado. Le anteponemos el “nueva” y, de repente, nuestra mente ve pantallas luminosas y toda suerte de aparatos electrónicos. Nuestra imaginación se ha quedado varada en la ilusión de la era digital y obnubila una memoria colectiva más antigua, de innovaciones que se remontan al primer homínido que le encontró un uso inteligente a los huesos roídos de la carroña. Y esto era tecnología y, para la época, muy novedosa, aunque no usara baterías ni tuviera código binario.

Las tecnologías del libro mutaron muchas veces antes de alcanzar su forma moderna. El códice fue quizás la más exitosa de esas mutaciones. El concepto fue revolucionario: las páginas dobladas (y luego cortadas) en forma rectangular permitían saltar hasta cualquier parte del texto, sin obligar a una lectura estrictamente lineal o integral; era portátil (se podía llevar atado al cinto o en una pequeña bolsa); era más fácil de almacenar y se podía leer en soledad. La era de la imprenta además introdujo la posibilidad de reproducir cientos, luego miles de copias de un ejemplar único y, con ello, el libro “literalizó” la cotidianidad.

Todavía hoy, el códice tradicional de papel se resiste a desaparecer por tratarse de una tecnología llena de ventajas: no emite gases contaminantes, no requiere de una fuente de energía para funcionar, es posible hacer marcas a voluntad y recuperar lo leído en cualquier momento, se puede comparar sin problemas un libro con otro y hasta pasar de mano en mano sin costo adicional.

Otras ventajas técnicas: su licencia de uso es vitalicia (o al menos, vitalicia en relación con la existencia útil del libro que, a menudo, excede por mucho el periodo vital de sus primeros compradores), no está limitada a un número finito de usuarios, sobrevive los vertiginosos cambios tecnológicos de la era electrónica (en otras palabras, no es necesario pasar de formatos obsoletos a los nuevos programas de lectura de textos) y tienta poco a los ladrones callejeros, deslumbrados y distraídos por los teléfonos de última generación y las computadoras portátiles.

Los detractores del añejo códice arguyen los problemas de almacenamiento físico, la destrucción de árboles para la producción de celulosa, la contaminación producida por la industria de papel y los altos costos ambientales y monetarios del traslado de un libro desde el lugar en que se imprime hasta las manos de su lector final. Es el costo de la producción física frente a la efímera existencia electrónica, a la merced del cambio permanente y de la inmanifestación material; una industria que tampoco es inocente en su cuota de destrucción medioambiental.

Aun cuando intuyamos que la sustitución del códice de papel es inminente, vale la pena darle su justo lugar en la historia humana como la tecnología que realmente es. La era electrónica apenas ocupa parte del último siglo de la evolución humana; el códice, en cambio, ya tiene dos milenios entre nosotros y, por ahora, sigue estando aquí, sin señas claras de desaparecer pronto.

viernes, 2 de octubre de 2009

El mejor diseñador de libros: el lector

Algunos libros que discuten el diseño de libros (¿acaso podríamos denominarlos metalibros?), se focalizan en el libro estéticamente bello o novedoso, las joyitas hechas por diseñadores para otros diseñadores, el libro-arte o el libro de lujo, deliberadamente inundado de blancos en sus páginas de gran formato, a todo color y en papel cuché.

Pocos manuales tienen la simpleza de centrarse en lo básico: el diseño cuya finalidad no son la fanfarria y el ruido visual, sino la lectura, simple y llana como es. Si el lector ha sido capaz de leer a gusto, centrándose en el texto, sin encontrar escollo alguno entre el signo gráfico y el signo que recrea en su mente, el diseño ha tenido el mayor de los éxitos. Se ha vuelto invisible por ser eficaz, por no hacerse notar, por haberse logrado la fusión alquímica indisoluble entre forma y contenido.

Con esa premisa, afirma Richard Hendel en su obra On Book Design:

El diseño de libros es diferente de todos los otros tipos de diseño gráfico. El verdadero trabajo de un diseñador de libros no es hacer que las cosas se vean agradables, diferentes o bonitas. Es encontrar cómo poner una letra junto a la otra de tal manera que las palabras del autor parezcan levantar la página. El diseño de libros no deleita por su propia astucia; se hace al servicio de las palabras. El buen diseño de libros solo pueden hacerlo las personas que leen: aquellos quienes se toman el tiempo para ver qué ocurre cuando las palabras se vierten en caracteres (1998: 3).

La difícil/placentera labor de escribir

William Zinsser (1922) es un escritor, editor y profesor de la Universidad de Yale y la Universidad de Columbia. Ha publicado casi una veintena de libros y gran cantidad de artículos en las revistas de mayor circulación. Su obra On Writing Well (Acerca de escribir bien) destaca entre múltiples manuales sobre cómo escribir por ser un excelente ejemplo de aquellos principios que promueve: simplicidad, economía, claridad y humanidad.

On Writing Well es una lectura indispensable para editores y escritores, particularmente si se especializan en textos no ficcionales, como el periodismo, el ensayo, la crónica y la autobiografía.

Sin duda, en este blog regresaremos más adelante sobre algunos de los consejos de Zinsser. Para leerle en sus propias palabras, a continuación incluimos la traducción de un extracto del capítulo 1 de su obra On Writing Well, titulado “The Transaction”.

Hace algunos años fui invitado a una escuela en Connecticut, para hablar sobre la escritura como vocación. Cuando llegué, descubrí que otro conferencista, a quien llamaré el doctor Brock, también iba a participar. Era un cirujano que recientemente había comenzado a escribir y había vendido algunas historias a revistas. Iba a hablar sobre la escritura como diversión. Así, la conferencia se convirtió en un panel, y ambos nos sentamos frente a una multitud de estudiantes, docentes y padres, todos deseosos de conocer los secretos de nuestro glamoroso trabajo.

El doctor Brock iba vestido con una chaqueta rojo brillante, tenía una apariencia ligeramente bohemia, como se supone que se ven los autores, y la primera pregunta se la hicieron a él. ¿Cómo era ser un escritor?

Respondió que era increíblemente divertido. Al llegar a casa, después de un arduo día en el hospital, iba directamente hasta su cuaderno amarillo y se relajaba escribiendo. Las palabras simplemente fluían. Era muy fácil. Luego, yo dije que la escritura no era fácil ni era divertida. Era difícil y solitaria, y que las palabras rara vez salían solas.

Después, al doctor Brock le preguntaron si era importante reescribir. Absolutamente no, respondió. “Deje que todo salga”, nos dijo, y cualquiera que sea la forma que tomaran las oraciones reflejará al escritor con la mayor naturalidad. Luego, yo dije que la reescritura es la esencia de la escritura. Señalé que los escritores profesionales reescriben sus oraciones una y otra vez, y luego reescriben lo que han reescrito.

“¿Qué hace en los días en que la escritura no fluye tan bien?”, le preguntaron al doctor Brock. Dijo que simplemente dejaba de escribir, hacía el trabajo a un lado y lo dejaba para otro día en que se sintiera mejor. Luego, yo dije que el escritor profesional debe establecer un programa diario de trabajo y apegarse a él. Dije que escribir es un oficio, no un arte, y que la persona que huye de su oficio porque le falta la inspiración se está engañando a sí misma. Además, quedará en quiebra.

“¿Qué pasa si se siente deprimido o triste?”, preguntó un estudiante. “¿No afectará eso su escritura?”

Probablemente sí, respondió el doctor Brock. Salga a pescar, dé una vuelta. Probablemente no, dije yo. Si el trabajo de uno es escribir todos los días, se aprende a hacerlo como cualquier otro trabajo.

[…]

Así prosiguió la mañana, y fue una revelación para todos nosotros. Al final, el doctor Brock me dijo que mis respuestas le habían llamado muchísimo la atención; jamás se le había ocurrido que escribir pudiera ser difícil. Le dije que yo estaba igualmente interesado en sus respuestas; jamás se me había ocurrido que escribir fuera fácil. A lo mejor necesitaba hacerme cirujano de medio tiempo.

En cuanto a los estudiantes, cualquiera habría pensado que los dejamos confundidos. Pero, de hecho, les dimos una visión más amplia sobre el proceso de escritura que si solo uno de nosotros hubiese hablado; puesto que no existe ninguna manera “correcta” de realizar un trabajo tan personal. Hay muchas clases de escritores y toda clase de métodos, y cualquier método que le sirva a uno a decir lo que quiere decir, es el mejor método para uno. Algunas personas escriben de día, otras de noche. Hay quienes necesitan silencio, otros encienden la radio. Algunos escriben a mano, otros utilizan un procesador de texto, y otros le hablan en voz alta a una grabadora. Hay quienes escriben su primer borrador de una sola vez y luego revisan; otros no pueden escribir el segundo párrafo hasta que hayan trabajado interminablemente el primero.

[…]

En última instancia, el producto que cualquier escritor debe vender no es el tema del que escribe, sino quien es él o ella. A menudo me encuentro a mí mismo leyendo con interés sobre un tema que jamás me habría interesado, alguna investigación científica, por ejemplo. Lo que me atrapa es el entusiasmo del escritor por su campo. ¿Cómo le atrajo el tema? ¿Qué carga emocional le ha impreso? ¿Cómo cambió su vida? No es necesario querer pasar un año en soledad en el desierto para dejarse capturar por la obra de un autor que lo hizo.

Este es el valor personal que es la esencia de la buena escritura no ficcional. De ahí se derivan dos de las cualidades más importantes que este libro procura buscar: humanidad y calidez. La buena escritura tiene una vitalidad que mantiene al lector leyendo de un párrafo al siguiente, y no es cuestión de usar trucos para “personalizar” al autor. Es cuestión de usar la lengua de una manera tal que logre la mayor claridad y fuerza.

¿Pueden enseñarse tales principios? Probablemente no, pero en su mayor parte, pueden ser aprendidos.

Fuente: Traducido y adaptado de Zinsser, William. (2001). On Writing Well. 6.ª ed. New York, NY: Harper Collins, pp. 3-4. [Trad. de Jacqueline Murillo, revisada por Javier André Orlich, para este blog].

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Editores en tierra de letras

Nisaba, diosa del trigo y de la cosecha, de las matemáticas y las ciencias, de la historia y de las estrellas, de la agrimensura y de las medidas sagradas de los templos, diosa de la sabiduría y de la enseñanza, Nisaba, la antigua diosa sumeria de los escribas, es también la patrona de este blog. Moldeado con el cálamo sobre la arcilla, emerge inevitable como una pequeñísima contribución y tributo de amistad a aquellos colegas editores quienes, como yo misma, se plantean interrogantes que parecen pequeñas y obsesivas, pero que hacen la diferencia entre la edición esmerada y la mediocre.

La edición, esa labor continua de maternidad/materialidad de la que nacen los libros, es hija de la paciencia, el perfeccionismo y, ¡por qué no decirlo!, una dosis de buen gusto.

No se considera la autora de estas líneas la dueña de todas las respuestas. Es una buscadora más, siempre a la caza de la mejor manera de darle cuerpo y materia a las palabras que componen los así llamados “libros”.

Ya sea que usted se dedique a la escritura, la edición o, sencillamente, tenga curiosidad sobre los pormenores de esa vasta labor de la creación de libros, encontrará en esta tierra de letras un rincón en la web en donde compartir las interrogantes de quienes, día a día, debemos tomar decisiones en la conformación de las páginas impresas que tarde o temprano saltarán de las librerías a los lectores.