lunes, 31 de mayo de 2010

Derecho de cita

¿Cuánto se puede citar en una publicación sin necesidad de solicitar permiso? ¿Hay alguna diferencia entre incluir una cita en una publicación académica y hacerlo en una obra de ficción? ¿Existe un límite, dictado por la ley, sobre la cantidad de palabras citables de un mismo artículo? ¿Hay limitaciones para la reproducción de cuadros, diagramas o gráficos?
Estas son preguntas comunes en el mundo editorial y, a menudo, no sabemos cómo responderlas. De cualquier manera, siempre será esencial consultar la ley de cada país, las convenciones que cubren la zona geográfica en donde se hará la publicación y a un especialista en el tema. Como no soy experta en el campo de los derechos de autor, me limito a hacer una recopilación de lo que, al respecto, expresan algunos manuales de publicación.

Cita con fines didácticos o académicos
Algunas leyes circunscriben el derecho a citar fragmentos de otros textos a un determinado uso. Esta excepción a los derechos de autor tiene la finalidad de favorecer el intercambio de ideas y contribuir a la evolución del conocimiento. Una ley demasiado estricta tendría consecuencias catastróficas: ¿qué pasaría si para la elaboración y la reelaboración del conocimiento necesitáramos los permisos por escrito (y las tarifas asociadas) de todos los derecho-habientes de cuanto ha intervenido en nuestra formación? La respuesta sería digna de una obra de ciencia ficción.
La ley de propiedad intelectual española dice: “Tal utilización solo podrá realizarse con fines docentes o de investigación, en la medida justificada por el fin de esa incorporación e indicando la fuente y el nombre del autor de la obra utilizada” (art. 32, citado por Martínez, 2007: 80).
La ley norteamericana es semejante en cuanto a lo que denomina fair use. El Chicago Manual of Style (Manual de Estilo Chicago) y el MLA Manual of Style and Guide to Scholarly Publishing (Manual de estilo y guía para la edición académica de MLA) reproducen los criterios empleados para evaluar si el uso de un texto citado o la reproducción de material gráfico es justo: a) el propósito de la publicación, b) la naturaleza del trabajo cubierto por derechos de autor, c) la extensión del fragmento citado en relación con la totalidad de esa publicación y d) el impacto de la publicación en el mercado (Chicago, 2003: 135; MLA, 2008: 50).

Cita de “embellecimiento”
Mientras es correcto citar un amplio fragmento de un texto con fines argumentativos, no lo es citar, ni siquiera algo breve, únicamente con el propósito de embellecer la propia escritura o adornar el texto (Chicago, 2003: 156).

Paráfrasis
El no citar textualmente las palabras de un autor no exime de dar crédito por las ideas ahí tomadas o, más todavía, si son simplemente parafraseadas. De esta forma lo aclara la sexta edición del manual de publicaciones de la APA (2009: 170). El manual de Chicago añade que la doctrina de los derechos de autor considera el parafraseo excesivo como un plagio disimulado (Chicago, 2003: 156).
Así, un editor deberá cuidarse de aquellos textos en donde una única fuente es citada o referida una y otra vez a través de decenas de páginas. ¿Hasta dónde el autor no está más que reescribiendo, para pasar como propias, las ideas de otro?

Extensión
La ley norteamericana habla de proporción. Cuanto más corta sea la extensión de la obra citada, más pequeño el fragmento que puede citarse sin perjuicio de la obra en términos de las ventas que podría dejar de percibir su autor por el hecho de que fragmentos de su obra circulen en otras publicaciones.
El manual de la MLA indica que, en la corte, a menudo se estudia la pertinencia de la cita: ¿ese fragmento era realmente necesario para la argumentación o no?
Dice Martínez de Sousa que algunas leyes trazan el límite en las mil palabras (2007: 80). Por su parte, APA, en su política de permisos publicada en línea, fija ese límite en 400 palabras para una única cita y 800 para varias citas sucesivas.
Estos límites arbitrarios, desde luego, no tienen consecuencias en los marcos jurídicos en donde no sean explícitos. Si bien las editoriales usualmente establecen sus propios lineamientos “a dedo” sobre la extensión de las citas, aclara el manual de Chicago, estos no tienen validez alguna en la corte, en caso de un litigio (Chicago, 2003: 135).

Figuras, fotografías, obra plástica, gráficos
La misma ley cubre estos casos. Se considera lícita la publicación de fragmentos de una obra siempre y cuando se haga con fines didácticos y limitaciones. El manual de Chicago emplea el ejemplo de la Guernica de Picasso: es lícito publicar un fragmento e incluso la obra completa, pequeña, en blanco y negro. Pero una impresión a todo color, en gran formato, equivale a una reproducción a gran escala de la obra. Para esa sí se necesitaría solicitar permiso.
Los gráficos, esquemas y cuadros pueden reproducirse, siempre con el debido crédito, y si no exceden una cantidad razonable. APA fija esa cantidad en no más de tres cuadros de la misma publicación.

¿Cuándo se necesita pedir permiso?
Cuenta el manual de Chicago que muchos editores prefieren pedir permiso siempre, aun cuando no lo necesiten; de esta manera quedan cubiertos ante cualquier eventualidad.
APA proporciona ejemplos de casos en los que se requiere solicitar permiso; si bien se aclara que no es una lista exhaustiva, sino ilustrativa:
  • Escalas e instrumentos de medición
  • Videos
  • Artículos completos
  • Capítulos completos de libros
  • Extractos aislados de texto de más de 400 palabras
  • Series de extractos de texto que, en total, superen las 800 palabras
  • Más de tres figuras o cuadros de un mismo artículo de revista o libro
  • Resumen de un artículo de revista para su distribución a través de una base de datos
  • Contenidos esenciales de una obra publicada previamente (cuando su reproducción ponga en riesgo las ventas de la publicación original)
Cita o epígrafe en obras de ficción o con fines comerciales
En el caso de un epígrafe que se incluya en una novela (ojalá un best-seller de gran impacto en el mercado), se necesita solicitar permiso por escrito, ya sea por parte de la editorial o del autor.
Cabe recordar que traductores, fotógrafos y museos también ejercen derechos sobre las obras. Por lo tanto, incluso una obra de dominio público puede requerir la solicitud de derechos, si se emplea una traducción contemporánea o una fotografía tomada por alguien más.

¿Qué se debe especificar en el permiso de publicación?
El permiso debería incluir todos los datos necesarios para garantizar la claridad y el buen entendimiento, por ejemplo:
  • La extensión total de la parte de la obra que será reproducida
  • El tipo de publicación
  • El ámbito geográfico de distribución
  • El nombre del editor
  • La fecha de publicación
  • El precio de venta proyectado (MLA, 2008: 54)
Hoy día, desde luego, conviene incluso especificar si solamente se solicitan derechos de distribución para formato impreso o si se incluyen también página web, multimedia y otros formatos.

¿Quién solicita los derechos?
Puesto que la labor de obtener permisos de publicación recae en los autores, las editoriales a menudo disponen de fórmulas o cartas modelo para facilitarles el trabajo, o al menos, así lo acota el manual de MLA (2008: 54).
Una nota de sentido común más que válida, tomada del manual de MLA: ningún autor o editor puede alegar falta de tiempo para solicitar un permiso. Debe contemplar, en su proceso de producción, la solicitud de los permisos respectivos. Si llega la fecha límite para entra en prensa, será mejor eliminar el texto dudoso hasta nuevo aviso.

Lista de referencias
American Psychological Association (2009). Publication Manual of the American Psychological Association (6.a ed.). Washington, D.C.: Author.
American Psychological Association (2010). APA Copyright and Permissions Information. [Página web]. Washington, D.C.: Autor. Recuperado el 31 de mayo de 2010, de <http://www.apa.org/about/contact/copyright/index.aspx>.
Martínez de Sousa, J. (2007). Manual de estilo de la lengua española (3.a ed.). Gijón: Ediciones Trea.
Modern Language Association of America (2008). MLA Style Manual and Guide to Scholarly Publishing (3.a ed.). New York: Author.
University Of Chicago Press (2003). The Chicago Manual of style (15.a ed.). Autor.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Lexicografía popular: indecencia

De cuando en cuando ocurren entre los pueblos fenómenos que motivan a la gente a reaccionar a través de la palabra. En la forma de chismes, chistes, chotas y toda clase de paráfrasis burlonas, se expresa el descontento popular. En tiempos así, circulan documentos anónimos, implacables en sus observaciones, pero que dan cuenta de la versatilidad de la palabra como medio expresivo.

Como una prueba del ingenio de la “lexicografía popular”, por darle algún nombre, reproduzco esta mordaz colección anónima (o al menos así me ha llegado) de definiciones para la palabra indecente. De cuando en cuando, vale la pena recordar que hay muchas maneras de definir una palabra, fuera de las estrictamente académicas.

Para contextualizar a nuestros lectores no costarricenses, conviene mencionar que este mensaje es una reacción a un acto de nuestro cuerpo legislativo que pretende aumentar sus ingresos salariales de manera descomunal, mientras promueve, simultáneamente, una ley que despojaría a miles de empleados públicos de muchos de sus derechos laborales adquiridos desde hace décadas. El resultado es un pueblo que redefine el concepto de indecencia. Lo transcribo casi tal cual me llegó, con algunas correcciones ortotipográficas.

EL CONCEPTO INDECENTE

INDECENTE es que el salario mínimo de un trabajador sea de ¢54 00 al día (¢1,620 al mes) y el de un diputado de ¢2 500 000,00 pudiendo llegar con dietas y otras prebendas a ¢3 500 000.

INDECENTE es que un catedrático de universidad o un cirujano de la sanidad pública ganen menos que el concejal de festejos de un ayuntamiento de tercera.

INDECENTE es que los políticos se suban sus retribuciones en el porcentaje que les apetezca (siempre por unanimidad, por supuesto, y al inicio de la legislatura).

INDECENTE es comparar la jubilación de un diputado con la de una viuda.

INDECENTE es que un ciudadano tenga que cotizar 35 años para percibir una jubilación y a los diputados les baste solo con tres o con seis según el caso; y que los miembros del Gobierno, para cobrar la pensión máxima, solo necesiten jurar el cargo.

INDECENTE es que los diputados sean los únicos trabajadores (¿?) de este país que están exentos de tributar un tercio de su sueldo del ISR.

INDECENTE es colocar en la administración a miles de asesores (léase amigotes con sueldo) que ya desearían los técnicos más calificados.

INDECENTE es el ingente dinero destinado a sostener a los partidos aprobados por los mismos políticos que viven de ellos.

INDECENTE es que a un político no se le exija superar una mínima prueba de capacidad para ejercer su cargo (y no digamos intelectual o cultural).

INDECENTE es el costo que representa para los ciudadanos sus comidas, coches oficiales, choferes, viajes (siempre en gran clase) y tarjetas de crédito por doquier.

INDECENTE es que sus señorías tengan más de dos meses de vacaciones al año (28 días en Navidad-enero, unos 17 en Semana Santa –a pesar de que muchos de ellos se declaran laicos– y unos 15 días en verano).

INDECENTE es que sus señorías, cuando cesan en el cargo, tengan un colchón del 80% del sueldo durante 18 meses.

INDECENTE es que ex ministros, ex secretarios de Estado y altos cargos de la política cuando cesan son los únicos ciudadanos de este país que pueden legalmente percibir dos salarios del erario público.

INDECENTE es que se utilice a los medios de comunicación para transmitir a la sociedad que los funcionarios solo representan un costo para el bolsillo de los ciudadanos...

INDECENTE es que nos oculten sus privilegios mientras vuelven a la sociedad contra quienes de verdad les sirven.

¿Y mientras hablan de política social y derechos sociales?

¡¡QUÉ INDECENTE!!

sábado, 22 de mayo de 2010

¿Qué es un manual de estilo editorial?

Aunque no lo parezca a simple vista, la delimitación del concepto de manual de estilo tiene consecuencias decisivas porque determinará qué temas cubrirá el manual y cuál será su tratamiento.

¿Qué es un manual?

La primera zona de confusión proviene del enunciado en sí: tanto el vocablo manual como el vocablo estilo son capaces de acoger variados significados y productos relativamente distintos entre sí. Cuando pienso en manual, como sustantivo, siempre evoco un documento que sirve como guía paso a paso para hacer algo. Pero según el DRAE, también designa un ‘libro en que se compendia lo más sustancial de una materia’. Más curiosa es esta otra acepción: ‘libro que contiene los ritos con que deben administrarse los sacramentos’; en otras palabras, un compendio de lineamientos para garantizar la eficacia del producto final (misa) al lograr que siempre se celebren, de la misma manera y en el mismo orden, una cierta secuencia de acciones (ritos).

¿Qué es estilo?

El caso de estilo es, a mi juicio, más delicado. En su significado más remoto, es el ‘punzón con el cual escribían los antiguos en tablas enceradas’. Pero el vocablo ha ido ampliando su sombrilla para acoger desde aspectos de expresión propios de un escritor o artista, hasta las tendencias artísticas de una época o las preferencias por la moda.

Así, cuando pensamos en un manual de estilo, ¿qué nos imaginamos que va ahí? ¿Acaso normas para la expresión y la comunicación escrita? ¿O estamos hablando acaso de la expresión formal de la escritura, como lo son la ortotipografía y la composición tipográfica?

Fronteras conceptuales difusas

Tal es la confusión epistemológica que puede derivarse de un enunciado tan vago como “manual de estilo” que lleva a José Martínez de Sousa a complejos argumentos taxonómicos en un intento por delimitar las distintas clases de manuales que ha conocido. Como resultado, define tres tipos de “manuales”: a) códigos tipográficos (normas de composición tipográfica), b) libros de estilo se emplean en medios de comunicación (periódicos, agencias de prensa, emisoras de radio y televisión) y c) manuales de estilo (normativa utilizada por editoriales propiamente dichas, así como sociedades y asociaciones científicas y técnicas (2007: 46 y ss.).

Tal vez sobra decir que una delimitación epistemológica basada en la diferencia entre “código”, “libro” y “manual” es poco menos que difusa, puesto que se está empleando el criterio de la forma externa o modo de entrega que adopta la publicación, sin atención de los contenidos del producto final. Pero ¿hoy día, con tantas posibilidades para la entrega del “manual”, como son las bases de datos, los sitios web y wikis, no valdría la pena buscar una denominación más atinente?

Propuesta de conciliación

Ante estas confusiones terminológica, para mí fue un hallazgo encontrar la obra de Judith A. Tarutz (1992), quien señala que los manuales de estilo también se denominan guías de estilo o estándares de publicación de la casa editorial (nombre que me parece, por demás, adecuado). No incluyen aspectos propios de la redacción; estos los cubren otro tipo de manuales, tales como el célebre The Elements of Style de William Strunk, Jr. y E. B. White. En otras palabras, no están diseñados para enseñar a escribir (estilo del autor), sino para normar las preferencias de la casa editorial, con el fin de unificar su producción.

Propósito de los estándares de publicación

Según la visión de Tarutz, muy sintética, pragmática y al grano, los estándares de publicación cumplen tres funciones primordiales:

  1. Señalar cuál es el estilo preferido cuando hay más de un criterio correcto, tal como la normativa bibliográfica o la alfabetización de un índice.
  2. Normar estilos y dictar lineamientos para tópicos muy técnicos, tales como la manera de desplegar fórmulas, compuestos químicos o comandos de computadora.
  3. Excepciones a las reglas generales con el fin de adaptar el manual a las necesidades particulares de la casa editorial.

El resultado de estos lineamientos será un grado de normalización que garantice la salida de productos con una imagen o marca bien definida. Los lectores, ya familiarizados con la bondades de la marca, sabrán siempre qué esperar, comprarán (o no) otros libros basados en su experiencia previa con las obras de esa editorial. Como valor añadido, ya conocidas las características de los libros de tal colección o casa, podrán imbuirse en su lectura sin complicaciones. Este último factor resulta de especial utilidad en obras de edición técnica (como todos los manuales de una gran compañía) y en edición académica, como pueden ser las líneas de obras didácticas. El estudiante, ya familiarizado con la manera en que una editorial dispone los elementos del texto, sabrá siempre utilizar su libro, además de simplemente leerlo, con una curva de aprendizaje sustancialmente menor que si cada vez que abre un libro de la misma colección tuviera que aprender las nuevas reglas de disposición del texto y entrega de la información.

Alcances y extensión

En síntesis, manual de estilo editorial es el nombre común y generalizado que se le da a los estándares de publicación de la casa editora. Se caracteriza por evadir todo tipo de argumentación (a pesar de que todas las decisiones están deben estar fundamentadas en investigación previa por parte del encargado o encargados de su redacción) y por centrarse en dar la norma. No debe ir más allá.

Sus alcances, los temas que cubra y la profundidad con que los trate dependerán de varios factores nada epistemológicos, sino muy prácticos: necesidades editoriales, tema de especialización de la editorial, características de su mercado y colaboradores y, desde luego, presupuesto.

No todas las casas editoras necesitan (por el tipo de libros que publican) o tienen los recursos suficientes para escribir manuales como el Chicago Manual of Style (956 pp.) o el Manual de estilo de la lengua española de José Martínez de Sousa (752 pp.). De hecho, la mayoría de manuales de las casas editoras se reducen a un compendio de lineamientos que pueden abarcar desde 30 hasta 150 páginas, o cualquier cifra intermedia (aunque los hay de tamaño superior, según las necesidades de la propia casa).

Además, los manuales se desarrollan, repiensan y crecen con el paso de los años. De ahí que no sea extraño que el manual de Chicago, originalmente un puñado de lineamientos para la imprenta, haya alcanzado casi las mil páginas en su décimoquinta edición, tras más de un siglo de publicación.

Por lo tanto, antes de lanzarse a elaborar sus propios estándares de publicación, siempre caben las preguntas: ¿qué se necesita estandarizar, para uso de quién y en qué plazo?

viernes, 21 de mayo de 2010

¿Por qué se necesita un manual de estilo?

Quienes laboramos en el campo de la edición y la corrección hemos vivido el proceso de donde surgen nuestros propios y personales manuales de estilo: cuando somos novatos, iniciamos, cándidamente, una revisión. La primera vez que un problema gramatical, tipográfico o de redacción nos aparece, tomamos una decisión y creemos que nuestra memoria de elefante podrá recordarla por siempre (y al principio, cuando las decisiones y las páginas leídas son pocas, así es). Páginas más adelante, el mismo problema anterior regresa, como un fantasma del pasado inmediato, reclamando nuevamente nuestra atención. “¿Qué había decidido?”. Nos devolvemos frenéticamente hasta localizar la decisión previa. Esta vez, si tenemos algo de sentido común, nos hacemos de una hoja de papel, un cuaderno o un documento de Word y tomamos nota del criterio utilizado. Y más adelante, si nuestra memoria no nos falla, de manera sistemática procuraremos aplicar siempre el mismo criterio, a veces con dudas, preguntándonos si la primera decisión era la adecuada o no.

[Al menos esa ha sido mi experiencia. Correctores más prudentes y experimentados que yo no tienen estos problemas. Hacen una lectura general, toman nota de todos los aspectos que requieren unificación, elaboran su guía de aplicación y después, solo después, inician la corrección. Algún día, tal vez, ya pueda yo cumplir ese ideal].

La colección de notas para cada revisión se va quedando por ahí. A veces va a dar al basurero o al archivo. Otras, cuando el corrector es más prudente o se da cuenta de lo inmanejables que son las notas desordenadas, se apilan en una colección más o menos sistematizada de documentos y carpetas, pero cuyo crecimiento orgánico y casi azaroso se convierte en una zona de caos, si se carece de habilidades organizativas (casi compulsivas) desde el inicio del acopio de la información o de herramientas adecuadas para su posterior recuperación.

Bajo toda esa investigación desarticulada, se van formando nuestros propios manuales personales en la forma de fragmentos, retazos de memoria y muchos años de callo tipográfico.

Como agravante, los años pasan y nuestras viejas opiniones también, las necesidades de una publicación son distintas de las de otra, cambian las reglas de la Academia y se acuñan neologismos, se dan por válidas las viejas incorrecciones o se eliminan acentos, todo esto de una edición de la gramática y el diccionario a la siguiente… Ese “manual” personal es, en realidad, muchos manuales, muchos criterios, muchas “camisas a la medida” que llegan a confundirse, mezclarse, retroalimentarse en su espacio vital común.

¿Qué pasa cuando esta labor de corrección debe realizarse en el seno de una casa editorial, con muchos correctores que van y vienen con los años, algunos de planta y otros muchos contratados a través de servicios profesionales? ¿Qué pasa cuando en la elaboración de una obra intervienen muchas figuras distintas: autores, editores, especialistas de contenido, correctores de estilo y de pruebas, diseñadores gráficos, todos trabajando sobre el texto, la forma visual y la expresión material del libro? ¿Qué pasa cuando este trabajo en equipo debe ser uniforme, coherente, sistemático y universal para todos los involucrados, a pesar de los muchos “manuales de estilo” que cada individuo lleva dentro de sí?

Ya es una gran tarea lograr la unidad en un solo libro, un objeto de cultural compuesto por muchas pequeñas unidades: la letra, la palabra, el párrafo, la página, el apartado, el capítulo… Una buena edición logra unidad visual, gráfica y expresiva en todas las partes para lograr la ilusión de un todo. ¿Qué hacer cuando esa unidad debe llevarse a los planos más amplios: la colección de libros, la editorial y todas sus publicaciones?

La respuesta para unificar la labor de corrección en donde confluyen tantos agentes es sencilla: la normativa. La norma, distinta de la ley, se convierte en una medida y punto de referencia común, algunas veces elegido con cierta arbitrariedad, otras procurando encontrar el lugar de mayor encuentro entre las muchas partes involucradas en el proceso y, siempre, con la aspiración de encontrar un estándar tan universal como sea posible, pero adaptado a las necesidades especiales de nuestros propios territorios de acción.

La norma nos da un punto de convergencia, nos ayuda a mantener criterios uniformes (aun si no los aprobamos plenamente) y nos da la garantía de poseer un mismo código que garantizará la comunicación. En ausencia del autor, el lector solamente deberá acudir a los sitios en donde el código se recopila para averiguar qué se está comunicando. Es la misma razón por la que no empleamos la palabra “casa” para referirnos a ‘un animal cuadrúpedo rumiante que produce leche’. Aun cuando la persona tenga todas las razones del mundo para pedir que se le respete su “libertad de expresión”, si nadie más acepta el significado, ¿quién entenderá sus palabras?

La expresión de esta norma, en el seno de una casa editorial, es ese producto que llamamos manual de estilo (de cuya definición y pormenores hablaremos en el próximo artículo). Sin el manual de estilo, cada individuo del proceso deberá gastar muchas horas de su tiempo laboral en tomar las mismas decisiones que otros han enfrentado antes y que seguirán enfrentando mucho después; sin garantía de que todos lleguen a las mismas conclusiones. Se pierde dinero, se pierde tiempo, se pierde eficiencia y no hay manera de garantizar la calidad en el producto editorial. Por eso es que se necesita el manual: para lograr, a partir de la norma, la convergencia, la unidad y la armonía cuyos resultados se ven únicamente, en las obras bien editadas.

domingo, 16 de mayo de 2010

El símbolo del escritor contemporáneo

Cada época tiene un símbolo cliché que representa al escritor según la herramienta que emplea: un cálamo, un stylo, una pluma, una máquina de escribir… ¿Cuál es “la pluma” del escritor de hoy?

La manzanita de Apple se filtra ya, discreta, en películas de cine cuyos personajes son escritores. Dos que recuerdo, sin mucho esfuerzo: Carrie, de Sex and the City (2008) y la escritora interpretada por Diane Keaton en Something’s Gotta Give (2003). El caso de Sex and the City es particularmente llamativo. En el sitio web de la película se puede visitar “la MacBook de Carrie”. Se crea la ilusión de entrar al escritorio de Carrie, chatear con sus amigas, ver sus notas y calendario…

Siempre que veo una marca reconocida en una película de Hollywood, no puedo evitar un pensamiento irónico: “¿cuánto pagó la compañía para estar ahí?”.

Sin embargo, incluso Hollywood tiene que ocultar sus huellas y hacer parecer la publicidad como la elección natural del personaje, a partir de los usos que ya la cultura ha ido imponiendo y de los estereotipos que la audiencia puede reconocer con facilidad. Y, en nuestros tiempos, la MacBook se ha ido convirtiendo en la elección natural de cualquier escritor.

Esto, lo aclaro, lo dice una escritora que no está recibiendo dinero alguno por promocionar la marca (¡qué desperdicio!), sino por el reconocimiento de que un escritor que se respete anda con una MacBook debajo del brazo.

¿Las razones? Una computadora portátil, sin importar la marca, es la mejor amiga de un escritor: hay una intimidad al escribir en un instrumento que se puede poner en el regazo, llevar a la mesa, situar en un café, o incluso usarla en el círculo de amigos con quienes hace uno su “taller literario”. Un cuaderno hace todo eso, es verdad, pero sin las ventajas de la era digital en cuanto a capacidad para corregir sin esfuerzo, regresar sobre lo escrito y buscar cualquier palabra clave en cualquier documento creado, sin importar la fecha o el lugar en donde haya sido colocado. Y la máquina de escribir… no solo es tan rígida como el cuaderno y mucho más pesada, además es ruidosa (aunque para quienes nos iniciamos escribiendo uno de esos símbolos de otra época, eso también tiene su mística).

¿Y una MacBook? Si solo dijera Scrivener, ya tendría razones suficientes para convencer a un escritor de usar Mac. Pero si este escritor es, además, investigador, editor, tiene un blog o es periodista, seguramente la Mac tendrá un conjunto de herramientas muy elegantes y eficientes: programas de gestión de bibliografías, artículos y citas, como Sente y Bookends; de organización de la información, como DevonThink; de toma de notas, creación de esquemas y fichas, organización del trabajo y muchas funciones adicionales, como el Circus Ponies Notebook; de creación de líneas de tiempo, como BeeDocs Timeline y Aeon Timeline (un programa todavía en versión beta pero diseñado para escritores); de construcción de genealogías, como el MacFamily Tree; de gestión de blogs y diarios, como MacJournal; de procesadores de texto especializados en escritura técnica, como Mellel; de gestión de la biblioteca, como Delicious Library y otras tantas alternativas gratuitas y de pago.

Y si solo mencionáramos los programas con la función de escritura en pantalla completa, una de las maravillas de la tecnología contemporánea, ya la lista es interesante de por sí. Además de WriteRoom, diseñado exclusivamente para cumplir esa función, tenemos Ulysses (el pionero) y Scrivener, Nisus Writer Pro (único procesador de textos con esa función personalizable), MacJournal y hasta el DevonThink.

Los editores y periodistas no necesitan que alguien los convenza para saber por qué necesitan una Mac: con una industria de la edición dominada por esta plataforma, y por programas como los paquetes de diseño de Adobe, la respuesta se hace evidente.

Así, no por su forma externa sino por la variedad de aplicaciones que hoy día existen para transformar una Mac en la caja de herramientas más completa que un escritor puede soñar, la MacBook es la nueva “pluma” del escritor.

¿Cuánto tiempo durará la computadora portátil como el símbolo del escritor? ¿Acaso los teléfonos sofisticados, el mismo iPhone o el iPad tienen potencial para reemplazarla o complementarla? Esas son preguntas abiertas en un mundo de cambio frenético. Por eso, si tiene curiosidad por ver la evolución de los símbolos del escritor, la próxima vez que vaya al cine, ponga atención y observe los detalles. Si el personaje es escritor, ¿qué usa para escribir?

Las comillas de este blog

Cuando inicié este blog, estaba, simultáneamente, estrenando mi nueva computadora. En esos primeros días de mucha ignorancia, cuando busqué en el teclado las comillas voladitas o americanas (“ ”) fallé en encontrarlas al primer intento. En su lugar, cuando empleaba las comillas, automáticamente aparecían las comillas de codo o comillas españolas (« »).

Fue a partir de esa incapacidad técnica que las comillas españolas se convirtieron en el estándar en este blog, aun cuando poco tiempo después encontré las diversas maneras de poner comillas en mi teclado.

Ahora, unos ocho meses después de haber iniciado la quijotada de Nisaba, me veo en la necesidad de admitir que estoy en un contexto editorial en donde las comillas americanas son la norma.

Por lo tanto, a partir de hoy, todas las comillas en los artículos de este blog serán comillas americanas. Aunque pareciera incoherente cambiar la norma editorial del blog sobre la marcha y, con eso, romper la vieja regla de “pinche pero parejo”, la realidad es que ninguna norma puede estar por encima de las necesidades impuestas por el devenir y las circunstancias. Rectificar no solo quiere decir corregir, sino trazar un nuevo rumbo según las necesidades del momento.

martes, 11 de mayo de 2010

Características de un buen corrector

¿Dónde se forman los buenos correctores? Unos pocos países (España, México, Argentina) ya tienen el privilegio de algún programa de formación especializado. Los demás solamente disponemos de carreras de Filología y Lengua Española de donde, esperamos, salgan las personas con las habilidades necesarias para llegar a ser buenos correctores. En mi país, Costa Rica, la asociación profesional entre filólogo y corrector está culturalmente tan arraigada que ha invadido el lenguaje: se le llama revisión filológica a cualquier labor de revisión de estilo.

Pero ¿qué tienen (tenemos, confieso) los graduados de esa profesión para que nuestro mercado local (y nuestro colegio profesional de ley) la hayan designado la profesión del corrector por excelencia? Hasta donde pude experimentar como estudiante (y, según entiendo, los programas no han variado mucho), nuestras herramientas consisten en un puñado de asignaturas en las áreas de gramática, latín, griego clásico, lingüística, alguno que otro curso de redacción y los estudios literarios. Las primeras nos proporcionan el marco científico básico para el estudio de la lengua. Los estudios literarios nos entrenan en las artes de una suerte de hermenéutica textual, útil cuando corresponde deconstruir un texto y traérselo a su esencia comunicativa, justo antes de dictaminar su reescritura inminente. Ninguna, en realidad, nos prepara para el oficio de corrector.

El buen corrector se forma en la práctica, aunque siempre es necesaria alguna disposición innata, un gusto por arreglar lo que no comunica bien y, desde luego, un buen ojo para detectar el gazapo, que ya se irá refinando con el tiempo.

Estas son, en mi opinión, algunas de las habilidades y actitudes ideales que debería llegar a desarrollar un buen corrector o, cuando menos, uno que aspire a serlo algún día:

  1. Dudar hasta de su sombra: no porque a mí me enseñaron a decirlo de esa manera es correcto para todos los grupos de hispanohablantes. Aprendimos a hablar y a escribir en un contexto, a partir de un conjunto de obras. ¿Quién escribió eso que formó nuestra manera de expresarnos? ¿Cómo sabemos que no estaban reproduciendo expresiones aceptadas, pero a todas luces vacías o incongruentes? ¿Y si solamente en mi contexto se dice así?
  2. Gran capacidad de investigación para reaprender la propia lengua, mantenerse actualizado y fundamentar ampliamente toda corrección que se sugiera, no con base en «yo creo que es así», sino con argumentaciones sólidas y razonamientos coherentes.
  3. Olvidarse de la lingüística lo suficiente para comprender la función y la necesidad de la aplicación de normas a la labor editorial, pero no tanto como para ser incapaz de cuestionarlas y reformularlas cuando así lo amerite la situación.
  4. Profundo conocimiento de las normas de la lengua y capacidad de discriminación. Haber leído obras de gramática no basta (o cursado algunas asignaturas). Es necesario comprenderla, saborear su dinámica y su lógica interna, y tener capacidad para elegir el camino medio entre la regla académica y la norma impuesta por el uso y el contexto.
  5. Firmeza para impedir que formas de comunicación ineficientes, poco elegantes y espurias sobrevivan en los textos, sin importar la justificación científica (y la terquedad de algunos autores).
  6. Flexibilidad para comprender las excepciones a toda regla.
  7. Oído para la palabra sonante, armoniosa, cadenciosa y, si el (con)texto lo permite, bella. Después de todo, solamente es posible detectar el error si hay algún ideal que nos sirva como punto de comparación.
  8. Un ojo implacable, riguroso y sistemático para no dejar pasar nada (eso quisiéramos todos…) o al menos detectar todo lo que esté a nuestro alcance.
  9. Deseos de ayudar a otros a mejorar y perfeccionar sus textos.
  10. Paciencia y comprensión para que no se le rieguen las bilis con cada horror que se topa a su paso.
Algunos graduados en carreras sin formación en lengua pueden, con mucha experiencia y un gran espíritu autodidacta, llegar a cumplir estas condiciones, a su debido tiempo. Sin embargo, si se trata de contratar a alguien hoy, para hacer corrección ya, sin duda será menos riesgoso y más responsable contratar a un profesional con formación científica en lengua que a uno sin formación alguna; porque, después de todo, para su debido ejercicio profesional, la lengua es una especialización como cualquier otra.

Y para usted, ¿qué hace al buen corrector?

domingo, 9 de mayo de 2010

Equívocos y reglas de las abreviaturas con letras voladitas

Uno de los casos de consulta más frecuentes es la correcta grafía de las abreviaturas por contracción cuya letra o letras finales se escriben de forma volada. Palabras como número, primero, doña y afectísimo se abrevian, respectivamente, n.o, 1.o, D.a, af.mo.

La corrección de abreviaturas, aun cuando se ve sencilla, suele complicarse en su diaria implementación, debido a lo extraña que le parece al lector su grafía y a la ambigüedad con que se ha tratado la normativa en la documentación académica, pocas veces orientada a la desambiguación ortotipográfica. Por lo tanto, en la práctica, se producen equívocos ante los que debemos estar alerta y contrarrestar con la aplicación de unas sencillas reglas.


Regla 1: el punto es necesario

La mayoría de las personas escribe (ahí hay dos vicios tipográficos, como veremos en la segunda regla), y se extrañan de la indicación del corrector de añadir el punto inmediatamente después de la n. A veces las pruebas van y viene hasta tres veces hasta que, con mucha paciencia, se saca del estante el libro de autoridad, se le muestra al colaborador por qué se solicitó la corrección y se le pide que observe muy de cerca la existencia del punto que, hasta ese momento, su cerebro había hecho el mayor esfuerzo por invisibilizar.

¿Por qué el punto debe escribirse? José Martínez de Sousa, en su Ortografía y ortotipografía del español actual, proporciona dos excelentes razones. En primer lugar, porque es una abreviatura propiamente dicha y no cualquier otro tipo de abreviación, como un símbolo o una sigla. En segundo lugar, porque dada su similitud, si no se emplea la abreviatura en casos como 1.o, existe el riesgo de que se confunda con el signo de grado (2008: 192).


Regla 2: el circulito es una letra, no una bolita

El segundo error en la aplicación de esta abreviatura es el empleo del signo de grado (°) en lugar de una letra o voladita, que se obtiene en el procesador de textos al aplicar la función de superíndice, con un cuerpo de letra de menor tamaño: (o). Esto se considera error tipográfico, aun cuando serán pocos los lectores con el entrenamiento visual para hacer la distinción (fenómeno que no nos exime a los editores de hacer bien nuestra labor).

Ahora bien, el lector entrenado sabrá reconocer la diferencia: se lee «un grado»; mientras que 1.o se lee «primero».

Según este criterio, también sería incorrecto el fenómeno tipográfico inverso: emplear la función de superíndice para indicar el signo de grado. El signo de grado es un caracter especial que se inserta en el texto. En computadoras Macintosh se encuentra con la combinación opción 8 (tecla para el número 8). En Windows, varía según el teclado, pero usualmente hay alguna tecla en donde está situado, en alguna combinación con mayúscula o alt. En caso de no encontrarlo, siempre se puede acudir a la función de insertar símbolo, en el procesador de textos.


Regla 3: la letra debe concordar con la palabra abreviada

Dada la confusión señalada en la regla anterior, muchas veces encontraremos textos en donde la abreviatura con terminación masculina se emplea indistintamente (y casi siempre con el signo de grado en lugar de la o), aun cuando se esté abreviando una palabra femenina o en plural, o su terminación sea otra. Así, es incorrecto escribir: llegó en 1° lugar. La forma abreviada correcta sería: llegó en 1.er lugar (aunque en este caso, el corrector también podría sugerir que se emplee la palabra completa y no una abreviatura, por razones de estilo).

Si la palabra abreviada es femenina terminada en -a, la letra voladita debe ser una a. Si la palabra abreviada está en plural, las letras voladitas deben expresar ese plural: M.a (por María), af.mos (por afectísimos).


En síntesis, tenemos tres reglas que deberán cumplirse siempre: el punto, la función de superíndice y la concordancia en género y número. Así obtendremos abreviaturas tipográfica y semióticamente correctas.


Bibliografía consultada
Martínez de Sousa, J. (2007). Manual de estilo de la lengua española (3.a ed.). Gijón: Ediciones Trea.
––––– (2008). Ortografía y ortotipografía del español actual (2.
a ed.). Gijón: Trea.
Real Academia Española (2005). Diccionario panhispánico de dudas. Madrid: Espasa-Calpe.

sábado, 8 de mayo de 2010

La edición como labor de (re)escritura creativa

No todos los textos tienen las mismas características, parámetros o hasta permisos de edición. A veces se requiere de una intervención profunda que raya en la coescritura y otras, en cambio, no se puede tocar ninguna palabra sin el expreso permiso del autor.

Hay algunos textos intermedios en donde detectamos la posibilidad de implementar una edición creativa que tiene un alto componente de reescritura y que, sin embargo, procura respetar al máximo la obra original del autor; no la que se ve, sino la que se debería ver, la que se vislumbra detrás de su primer intento aún fallido en sus detalles, forma de salida e hilación del discurso.

Detallo a continuación la manera en la que yo, personalmente, me divierto con un texto cuando me corresponde aplicar esta forma de (re)escritura creativa. El método es válido tanto para obras realizadas por uno mismo, como para la intervención en escritos ajenos.

El primer paso es la lectura sin intervención. Leer varias veces, si es necesario, solo para proceder a la lectura comentada, al análisis de qué se encuentra dónde: ¿cuáles son las ideas principales?, ¿dónde están los énfasis?, ¿hay algún párrafo que sirva como cimiento para los demás?, ¿hay ideas o frases repetidas?, ¿hay saltos o vacíos de ideas que se intuyen pero no son explícitas y, por lo tanto, se invisibilizan o pierden?, ¿cuáles párrafos o frases son afines entre ellos, a pesar de estar separados?, ¿cuáles ideas principales dependen unas de otras para su exposición?, ¿se corresponde la jerarquía de las ideas con la exposición narrativa?, ¿hay cabos sueltos?, ¿cierran todas las ideas o, al menos, pueden «amarrarse» entre ellas?

Después de algunos comentarios iniciales, todavía sin intervención sobre el texto, y marginales (solamente para comprenderlos el propio editor y para que el autor del material pueda seguir su razonamiento, cuando es alguien más), se procede al tercer paso: la corrección propiamente dicha.

Durante esta fase, si el revisor es un editor, deberá procurar mantener intactas las frases originales o sus núcleos, hasta donde le sea posible, para sostener hasta el máximo el estilo del autor. De todas maneras, el autor siempre debería ver nuevamente el escrito y valorar si alguna de las intervenciones del editor son muy distantes a su modo personal de expresión.

Y entonces, con base en el análisis de discurso inicial, comienza la verdadera diversión: tratar de vislumbrar los bloques semánticos y verlos como piezas de un tangram que, juntas, pueden formar muy diversas formas; identificar los ejes principales, los que me pueden servir para encontrar un hilo conductor que abra y cierre en un uróboros perfectamente identificable por el lector; eliminar los distractores y unir las piezas más afines; limpiar las reiteraciones; identificar las frases clave que se están perdiendo en medio de razonamientos confusos; destacar las ideas de mayor impacto; aumentar la claridad y la definición; llenar los vacíos, ahí en donde algunas palabras están haciendo un esfuerzo por dejarse ver…

Lo que se procura es refinar la expresión de la obra que se adivina entre las palabras todavía no pulidas de un texto cuyas piezas no terminan de encajar en su perfecto lugar. [A menos que se trate de una obra por encargo, bajo este tipo de edición no se valen comentarios destructivos como «debería usar otro enfoque» o «debería haber desarrollado tal tema y no este otro» porque, por lo general, no llevan a reescribir sino a escribir un texto completamente nuevo].

Este trabajo de reescritura es escritura también. Y es creativo. Y es lúdico. Y es juego con la palabra pero moviéndola desde un nivel más global, tratando de vislumbrar el todo mientras se ajustan sus partes. Es un proceso muy similar a lo que en cine se llama montaje o edición. A pesar del plan original, y de que ya están filmadas todas las escenas, es durante esa etapa final de yuxtaposición de unas imágenes junto a las otras, de pequeños cortes y saltos dentro de la misma escena, de pasos de este detalle al otro, en donde se crea la verdadera narrativa, en donde emerge el ritmo de la obra casi final, la historia según se le contará al espectador.

Esa es la esencia de la edición como (re)escritura creativa: terminar de pulir la piedra para que se vea con toda nitidez y claridad la Pietá o el David que está luchando por salir del mármol.

Antes de escribir una obra académica o una tesis

A menudo pensamos que las decisiones de forma son marginales, secundarias y, en todo caso, posteriores. Las dejamos para el final. «Ya habrá tiempo para arreglarlas», nos mentimos; o, peor aún, «le tocan al corrector» y, en este último caso, desperdiciamos el talento de un corrector entrenado en arreglar miles de cosas que podrían haberse escrito bien desde el inicio.

Tras varios años de estar investigando y escribiendo, cuando ya estamos en la recta final, a muy pocas semanas, días o hasta horas de la entrega última, recordamos que todavía teníamos decisiones pendientes. Ahora, 100, 200 o hasta 500 páginas después, tenemos que comenzar a leer todo nuevamente y revisar, página por página, la aplicación coherente de todas las normas «marginales» o «secundarias». O le dejamos la labor a alguien más, quien primero deberá sumergirse en el caos, encontrar una propuesta de orden y luego, con paciencia, aplicarla.

Es entonces cuando alguien (un dueño de editorial, un estudiante, un profesor) dice: «no hay tiempo, que se vaya así, al fin y al cabo a nadie le importa». Y esa es la historia de tantas y tantas publicaciones valiosas en su contenido, pero mediocres en su edición; o de incontables tesis de grado, a veces fallidas, otras tantas exitosas, pero plagadas de erratas y sin criterios mínimos en aspectos medulares de su semiótica interna.

He aquí una lista básica de decisiones mínimas por tomar y de conocimientos imprescindibles antes de comenzar a escribir, editar y corregir, todo con el fin de ahorrar tiempo de producción y disminuir los costos en las etapas avanzadas de edición o entrega de tesis y publicaciones:

  1. Normativas de presentación de originales.
    • Publicaciones. Todas las casas editoras y revistas de renombre cuentan (o deberían contar) con un manual de estilo editorial o, cuando menos, una breve normativa en donde se detallan las particularidades de edición en gran número de aspectos, como márgenes, ortotipografía, uso de signos gráficos y hasta aspectos de redacción. Si tal manual existe, se debe leer a fondo, comprender y aplicar desde antes de comenzar a escribir y durante todo el proceso de escritura o preparación del manuscrito.
    • Tesis y trabajos de graduación. Las universidades usualmente tienen normas básicas sobre aspectos formales mínimos que deben cumplir todas las tesis: tamaño y tipo de letra, impresión por una o dos caras, espaciado, márgenes, componentes informativos de la portada, orden de los elementos (portada, dedicatoria, agradecimientos, tabla de contenidos, lista de figuras, etc.). Adicionalmente, es necesario conocer las partes de la investigación que debe cumplir la investigación, según su naturaleza, y en qué orden: justificación, objetivos, preguntas de investigación, hipótesis, estado de la cuestión, antecedentes, marco teórico, anexos. Usualmente aparecen detallados en algún reglamento que deberá conseguirse en la facultad, escuela o dependencia de posgrado respectiva.
  2. Sistema bibliográfico. Esta decisión debe tomarse, si se puede, antes de comenzar a investigar, porque incluso determinará cuáles datos deberán consignarse en la ficha de cada publicación o documento consultado (o en la base de datos bibliográfica, si se elabora). Una vez elegido el sistema (a veces dictado por el área de especialización o la facultad ante la que se defiende el documento), es conveniente adquirir el manual oficial de la casa emisora. Por ejemplo, si se usa APA, se deben evitar los resúmenes que circulan en la Red, a menudo incompletos o adaptados según criterios que se alejan de la norma básica. Si se va a emplear algún programa de gestión bibliográfica, también debe implementarse desde la etapa de investigación y, sin duda, ayudará mucho durante la escritura.
  3. Normas para los títulos, encabezados, cuadros y figuras. Además de las normas obvias, que toda persona ya debería conocer (ningún título lleva puntuación final), conviene decidir cuál va a ser el criterio para titulares, su jerarquía y hasta su forma gráfica de salida; así como la manera en que vamos a numerar los cuadros o tablas, las figuras y las fotografías. De esta manera, conforme vayamos escribiendo, la estructura del texto ya irá encajando dentro de la jerarquía definida desde el inicio. Esto se vuelve particularmente necesario en tesis en donde se han acogido formatos como el 1.1, 1.2, etcétera.
  4. Uso de cursivas, comillas y negritas. Cuanto más pronto conozcamos las normas al respecto y cómo las aplicaremos, más fácil se hará implementar el código durante nuestro proceso de escritura y nos ahorraremos largas horas de duda en etapas posteriores.
  5. Uso de versales (mayúsculas) y versalitas. Puesto que la aplicación de las versalitas implica escribir las palabras en minúscula para luego aplicarles la función de versalita, esta es una decisión que debe tomarse antes de comenzar a digitar; particularmente en obras en donde será recurrente la aparición de siglas y siglos (obras históricas).
  6. Normas de redacción y conocimientos generales. No está de más, si vamos a escribir, repasar algún manual de redacción, tomar algún curso o reflexionar sobre nuestra propia escritura. Incluso podría ser de utilidad mostrarle un documento nuestro, en donde se vea nuestra forma típica de escribir, y dárselo a revisar a un corrector de estilo. Esta persona, con criterio, podrá darnos recomendaciones puntuales sobre cómo mejorar la escritura, a partir del examen de nuestros vicios y virtudes personales. Sin duda, la corrección preventiva ahorra muchas horas de reescritura durante las horas finales.
  7. Formato de las citas textuales. Muchas personas no se preocupan por conocer las reglas básicas de las citas textuales antes de comenzar a escribir. Las reglas pueden variar de un sistema bibliográfico a otro, pero deben conocerse desde el inicio, para ahorrarse luego trabajo en correcciones miserables. Por ejemplo, pasarse varios años poniendo comillas en todas las citas textuales, cortas y largas, para darse cuenta, al final, de que hay que devolverse y eliminar, una por una, todas las comillas de las citas con más de 40 palabras.
  8. Elisión de contenidos dentro de una cita textual. Conocer estas reglas es fundamental, y debe aplicarse desde la toma de notas y acopio de la información. Esto garantizará productos de mayor calidad al final y evitará adefesios como textos ficticios creados a partir de la yuxtaposición irresponsable de fragmentos.
  9. Palabras o expresiones dudosas. Las palabras de grafía dudosa o problemas de algún tipo deben resolverse desde la primera aparición, especialmente si son de uso frecuente en el documento. ¿Se escribe socio cultural, socio-cultural o sociocultural? Una breve y rápida visita al DRAE en línea nos puede sacar de la duda (socicultural) y, de paso, evitar el costo de corregir algo que pudimos haber escrito bien desde el inicio.
  10. Símbolos, siglas, sistema internacional de medidas u otras convenciones que apliquen directamente en nuestro campo de escritura.
El objetivo fundamental de informarse bien antes de comenzar a escribir es, en última instancia, ahorrar tiempo y obtener mejores resultados con menor gasto de energía y esfuerzo. ¿Cuántas horas (y si es una editorial, cada hora vale dinero) nos ahorramos con solo manejar bien la regla desde el inicio?
Si usted tiene su propia lista de decisiones previas, le invitamos a compartirla con nosotros, para ampliar esta sencilla lista de recomendaciones que podría ahorrar muchos dolores de cabeza para escritores y tesiarios primerizos a quienes pocas veces alguien se toma la molestia de advertirles sobre lo que les espera si dejan para el final estos detalles «marginales».

lunes, 3 de mayo de 2010

Expresiones vacías: «Cobrar gran auge»

Muchos autores y periodistas emplean la combinación «cobrar gran auge». ¿Cuál es el significado exacto de esta expresión? ¿A cuál imagen o concepto abstracto remite? ¿Es precisa y clara en la transmisión de su mensaje? Por costumbre de escucharla rellenando textos y en noticieros de renombre internacional, uno se llega a hacer inmune a su vacío. En esos momentos, conviene despertarse y tratar de llegar hasta el fondo de una expresión como estas.

Le propongo un ejercicio retórico: usemos la vieja herramienta del diccionario, la misma que emplearía cualquier lector en cualquier parte del continente.

El primer vocablo, el verbo cobrar, tiene muchas acepciones. La más útil en este contexto es ‘adquirir’.

Le sigue gran, apócope de grande. Esta no da mayores problemas: es un adjetivo de magnitud.

Finalmente encontramos auge. Aquí encontramos dos definiciones básicas: ‘período o momento de mayor elevación o intensidad de un proceso o estado de cosas’ y, casi idéntica a la anterior, pero en astronomía, ‘apogeo’. Esta última, además de sus significados especiales en astronomía, también se define como ‘punto culminante de un proceso’.

Ahora hagamos la traducción: «cobrar gran auge» sería el equivalente de «adquirir gran momento de mayor elevación o intensidad de un proceso o estado de las cosas».

¿Nota algo excesivo o incluso contradictorio?

Tal vez uno de los fenómenos más notorios es el énfasis redundante: el auge es ya, por definición, el momento más grande dentro de un proceso, el punto culminante. No hay nada más «grande» que un auge dentro de un proceso.

Por otro lado, conviene ver la relación entre cobrar gran y auge. El auge es el pico máximo en un proceso evolutivo, el final de un proceso (una secuencia encadenada de eventos) que se inició mucho atrás, mientras que el cobrar es, quizás de manera implícita, un punto de inflexión y de un cambio de estado, algo más cercano a un inicio. Pareciera que ambas, «cobrar» y «auge» se sitúan en lugares opuestos de la secuencia cronológica de un proceso; son excluyentes y, por lo tanto, no deberían emplearse de manera adyacente.

Ahora viene una pregunta que desborda las definiciones estrictas de un diccionario. ¿Qué pretendían comunicar los hablantes al elegir la expresión «cobrar gran auge»? Mi hipótesis personal es que, el sentido, en su contexto, sería más bien algo similar a «iniciar el vuelo», «adquirir mucho éxito», «ponerse de moda» o «experimentar un boom».

¿Quiénes la utilizan? Esta es otra buena pregunta y mi respuesta también es una hipótesis: periodistas, comunicadores y escritores que, imitando a los periodistas, comunicadores y escritores de generaciones anteriores, piensan que la expresión es elegante, digna y muy precisa en su significado. No me parece que sea una expresión del habla cotidiana; todo lo contrario: tiene un dejo de afectación, una necesidad de sonar «importante», una vacuidad formal de salirse de la expresión diaria para sonar como alguien que domina la lengua y la hace sonar «bella».

Peor todavía: en algunos textos, la expresión se vuelve latiguillo (especialmente si es algún tipo de descripción histórica), y de repente, todo, continuamente, cobra gran auge, al punto de no poderse distinguir entre los momentos de apogeo, los de inicio y los de decadencia, porque en los momentos de inicio todo parece que ya ha cobrado su cuota de auge.

La decisión de eliminar o mantener esta expresión cae en el rango de norma editorial o de corrección. ¿A quién le hablamos? ¿Cómo le hablamos? ¿Cómo necesita que le hablemos? Al respondernos estas preguntas podremos decidir si nos comprometemos o no con la expresión «cobrar gran auge» o la reemplazamos por algo menos rimbombante, pero más preciso y transparente en su significado.

domingo, 2 de mayo de 2010

Doce reglas de la edición técnica

Sin duda cada editor llega, al cabo de unos años, a su propio decálogo, según sus experiencias y su campo de acción. Reproduzco aquí las doce reglas de la edición técnica, según las propone Judith A. Tarutz, en su libro Technical Editing. The Practical Guide for Editors and Writers [Edición técnica. La guía práctica para editores y escritores], publicada en 1992, pero aún vigente en sus reflexiones sobre el oficio de la edición técnica.

Tarutz divide las reglas en varios grupos. Las transcribo tal y como las propone.

Reglas sobre su contrato con los lectores
1. Los compradores no deberían verse afectados por los errores que usted debió atrapar.
    La precisión no basta
    2. Satisfaga las necesidades informativas de sus compradores.
    3. El libro se escribe para los compradores lo utilicen, no para que lo admiren.
    4. La información debe ser fácil de encontrar.
    5. La información debe ser clara.
      No obstruya el sentido
      6. La buena edición pasa inadvertida por el lector.
        Reglas sobre sus obligaciones hacia su empleador
        7. Asegúrese de que la documentación no lesiona a la compañía.
        8. No cometa errores costosos.
          Un error costoso
          9. Cumpla todas las fechas de entrega y haga sus envíos a tiempo.
            Reglas sobre su relación con sus autores
            10. Sea capaz de justificar cada marca que haga en el manuscrito.
            11. Si no está roto, no lo arregle.
            12. Es el libro del autor.

              sábado, 1 de mayo de 2010

              La paranoia del lenguaje inclusivo: un poco de humor

              En el artículo anterior veíamos un caso real de paranoia de lenguaje inclusivo. Este divertido video, titulado «Los políticos» y extraído de La Media Docena, un programa humorístico de la televisión costarricense, muestra los alcances de la paranoia del lenguaje inclusivo llevado al extremo.

              http://www.youtube.com/watch?v=yfBgyj_MhcQ