La empresa editorial es, querámoslo o no, una empresa. Media la manufacturación de un producto final tangible, intercambiable, valuable, vendible. Está, por lo tanto, sujeta a la economía y el costo financiero, a la variabilidad del mercado, a las leyes de la oferta y la demanda, a la realidad del «vil metal» sin cuya base no podría costearse la creación de libro alguno. Aceptar esta realidad para un bien que apreciamos tanto por su valor intangible (el texto, la palabra, la obra, todo lo que está más allá de la materialidad de la letra impresa) sigue siendo, en la actualidad, una ambigüedad que atormenta a quienes iniciamos nuestros pasos en el mundo editorial.
Más todavía cuando comenzamos a enumerar las características de ese algo intangible más allá del signo escrito material: que si es un objeto de cultura; que si es un instrumento de la educación y, con ello, de la luz, el conocimiento, la sabiduría. En nuestras culturas hijas de las religiones «del Libro», uno de los arquetipos de referencia obligatoria es, sin duda, la obra sagrada, el volumen en cuyas páginas abiertas se manifiesta la palabra divina, la intocable, la inalienable, la que se respeta al punto de no poder ser objeto del sacrilegio de nuestras anotaciones y subrayados.
Así, como lectores hemos crecido en el mundo del libro sagrado y del libro como el más elevado y prestigioso instrumento de la transmisión del conocimiento. ¿Cómo conciliar esta naturaleza con la realidad de la industria de la producción de libros? ¿Cómo pensar en libros contables, estrategias de mercadeo, regateos de derechos de autor, contabilización de ediciones frente a notario público, recuperación de la inversión... en fin, en rentabilidad? Primero, debemos exorcizar nuestros propios demonios internos. Antes de hacerlo, no podremos llevar ninguna empresa editorial a buen término.
domingo, 8 de noviembre de 2009
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