jueves, 1 de abril de 2010
«Mal de todos, consuelo de tontos»: la escritura en comunidades académicas
La escritura académica y erudita tiene su particular juego de necesidades en cuanto a la redacción, así como su propia colección de vicios. A menudo, además, vemos que las comunidades docentes en universidades e institutos clonan y heredan sus costumbres a las nuevas generaciones de estudiantes y, repentinamente, emerge una especie de jerga, en donde se repiten los problemas de redacción de un artículo a otro, de una tesis a otra, de un libro académico a otro, y todo gracias a la corrección endogámica y al aprendizaje a través de la imitación.
De repente vemos que la mayoría de artículos de una revista de medicina de una particular universidad, a pesar de haber sido escritos por autores distintos, tienen los mismos problemas recurrentes de redacción, digamos en el uso de las mayúsculas o en la manera de emplear el gerundio; o que todos los profesionales de una comunidad de estudiosos de turismo tienden a emplear el mismo falso cognado.
Lo peor es que, entre ellos, se entienden.
Cuando el corrector hace sus observaciones (a veces con cara de horror), minimizan su criterio profesional bajo el argumento de estar supuestamente amparados por algún metalenguaje científico que el lingüista es demasiado ignorante para reconocer: que en esa disciplina o ciencia tal vocablo tiene en efecto ese significado; que así escriben todos; que tome otros textos anteriores y verifique la exactitud de su estilo, de su estructura, de su manera de redactar; que observe las obras de referencia traducidas en México o España y corrobore sus afirmaciones…
En otras palabras: «mal de todos, consuelo de tontos».
Un corrector serio no cederá tan fácilmente a estas argumentaciones, porque aquí es necesario trazar una línea divisoria. ¿Son vicios copiados hasta la saciedad y convertidos en modelo o hay un verdadero fenómeno lingüístico detrás? ¿Son problemas de forma, de sintaxis, de expresión o hay lugar al alegato del «lenguaje científico»? ¿Existe una verdadera razón científica para emplear determinada forma expresiva o es el resultado de la costumbre, el capricho, una mala traducción o la más genuina y pura ignorancia?
Para responder a estas preguntas, el corrector deberá armarse de paciencia, investigar, consultar a sus pares y tratar de comprender a profundidad el texto bajo su cuidado. Deberá hablar con su autor y aprender a reconocer verdaderos conceptos técnicos detrás de su planteamiento (o error) lingüístico y, cuando así sea posible, sugerir maneras de redactar sus ideas con más precisión y dentro del marco de la lengua española, más allá de la jerga particular que ha crecido en el seno de alguna comunidad de académicos. Es una labor de negociación.
El problema no se reduce a decir que el «corrector está tratando de seguir las reglas de la lengua». El mantener ciertos estándares lingüísticos (con criterio, sin llegar al fanatismo) facilita la comunicación entre hablantes de comunidades distantes entre sí ya sea por factores geográficos, culturales o disciplinarios. Y no me refiero con esto a escribir en Argentina y publicar en México. Dos académicos de la misma universidad pueden pertenecer a comunidades muy distantes, desde el punto de la lengua, si uno de ellos es sociólogo y el otro físico teórico. Si se especializan demasiado en su propia área y se alimentan únicamente de los escritos de sus colegas, pueden llegar a reducir tanto sus formas de expresión que no saben cómo escribir para un público general.
Habrá algún autor que diga «pero yo no soy el único que escribe así». Es verdad, eso es innegable (por desgracia), pero no justifica que, de su pluma, salgan textos con problemas de redacción y, más allá de la norma gramatical académica, con deficiencias en la comunicación. ¿Qué es más importante? ¿Justificar por qué escribimos de una cierta manera y, de paso, seguir reproduciendo estos modelos inoperantes, o corregir nuestra escritura hasta hacerla legible para otros? Usted elige.
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