En la escritura académica es frecuente encontrar un vicio bastante desagradable: iniciar los párrafos con el nombre del autor que se está citando o de la fuente a la que se está haciendo referencia.
La primera palabra o la primera frase de un párrafo es mucho más que solo el inicio: es un marcador de lectura, un enganche, un indicador de lo que ahí vamos a leer, un punto de partida y también un punto de apoyo para el retorno, cuando ya no estamos leyendo sino releyendo, por cualquier motivo que sea de nuestro interés, como investigar, repasar, estudiar, revivir un pasaje de especial impacto o, simplemente, compartir con un amigo o amiga querido aquella escena que tanto provocó en nuestra imaginación.
La referencia es, por su propia naturaleza, secundaria; y no corresponde a la médula del texto, sino a las coordenadas de su origen. Al menos así ocurre la mayoría de las veces (hay numerosas excepciones). Por lo tanto, la táctica narrativa de iniciar por «Según Fernández…» o «Rojas dice…» es comenzar «con los pies por delante».
¿Por qué se incurre en esta práctica estilística? (Sí, habrá quien lo denomine «estilo» y defienda su uso). Citar al otro es uno de los más evidentes apelativos a la falacia de autoridad: «esto es verdadero no porque lo diga yo, sino porque lo dice mengano». Así el autor les demuestra a sus pares (verdaderos destinatarios de su disertación) cuánto «sabe» y cuánto ha leído: la cantidad y calidad de las referencias valida su trabajo, pero solo si son reconocidas por los lectores. Eso nos lleva a comprender el estilo: el uso únicamente del apellido (más allá de lo que dicten los manuales bibliográficos), sin tomarse la molestia de explicar quién es o contextualizar su trabajo, va aparejado a un implícito tono de voz, una pose, una manera de decir «sé de lo que hablo y, si usted no lo sabe, es problema suyo». El otro lector, el lector común, el estudiante, el investigador preocupado por el fondo y no por la forma, no pasa por la mente de esta clase de autores. Mantener la pose académica vale más que comunicar.
La desmedida referencia a otros también puede convertirse en una estrategia para esconder la falta de argumentos propios, la carencia de un verdadero hilo conductor en el propio planteamiento.
Todo esto se puede leer entre líneas cuando un párrafo inicia por el nombre de otro, con una voz ajena, la de alguien que no tiene nada que ver con quien somos, ni lo que nuestra escritura puede ser.
Desde el punto de vista de la lectura, la referencia situada en el lugar más prominente del párrafo es un estorbo constante cuando se reitera párrafo tras párrafo, a lo largo de páginas y obras completas. Nuestra mente, en lugar de ir reconstruyendo los contenidos esenciales que más requieren de la atención consciente, se distrae en la recreación de una geografía onomástica de mayor protagonismo que las ideas o las imágenes cruciales.
Cuando hagamos la corrección, cabrá hacerse las preguntas: ¿era eso lo que se buscaba?, ¿es ese estilo el más apropiado para el público al que puede beneficiar el texto?, ¿realmente preferimos darle más valor al otro, a la referencia, que a nuestros propios planteamientos?, ¿la sobreabundancia de referencias vela un texto vacío, desarticulado y carente de una propuesta original? Las respuestas dictarán cómo se deberá reescribir, corregir, editar y publicar. Si la ética gobernara en la selección de las obras publicadas en las universidades, ni una página de papel se desperdiciaría miserablemente en textos escritos para ganar puntos en el régimen académico, obtener posiciones laborales y engrandecer el ego de los pseudoacadémicos.
viernes, 16 de abril de 2010
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