Hay muchas primeras palabras o inicios en un texto: el nombre de una obra, el título de un apartado, el primer párrafo, la primera página, la primera frase de un párrafo… Esos suelen ser los lugares en donde un lector comienza su trayecto por el texto y si –y solo si– le son lo suficientemente atractivos le dará una oportunidad a la siguiente frase, al siguiente párrafo, a la siguiente página, al siguiente apartado, a la siguiente obra.
Esta es la zona textual de la oportunidad –quizás la última que tengamos– de atrapar al lector y compelerlo a seguirnos leyendo, a no soltar el texto entre sus manos, a obligarse a hacer un tiempo en su vida para dedicárnoslo.
¿Por qué habríamos de desperdiciarla?
Hay muchas maneras de dilapidar miserablemente las primeras palabras: un título vago e impreciso; un latiguillo; una voz ajena a la propia, mal elegida y mal situada; unas palabras vacías e insustanciales; un complemento circunstancial sin consecuencia; una interminable referencia bibliográfica (que de todas maneras debería ir al final y no al inicio)…
Estamos jugando aquí con la primera impresión. A diferencia nuestra, el lector todavía no sabe nada de nuestro texto. Solamente tiene lo que le demos ahí, en esas primeras palabras. Corresponde preguntarnos: ¿es esto lo primero que debe saber el lector? ¿Por qué quiero que conozca esto y no algo más? ¿Qué impresión le darán estas primeras palabras del resto del libro (sobre su tono, dirección, finalidad, abordaje)? ¿Qué necesito enfatizar y, por lo tanto, colocar en este lugar privilegiado del texto? ¿Qué quiero despertar en el lector para engancharlo y hacerlo seguir?
Y si usted pensó que este tipo de reflexión vale solamente para la primera página de un libro o de un capítulo, aquí va una razón por la que este debe ser un ejercicio constante en todo el texto. Cuando un lector regresa sobre lo leído, tal vez para recuperar una idea clave o para estudiar (lo típico de las obras académicas didácticas o de aquellas infortunadas que deben ser leídas en un contexto académico), su primera guía serán las primeras frases de cada párrafo. Si ahí, en las primeras cinco o seis palabras, no logra recuperar la memoria de cuál era el tema tratado por ese párrafo, el texto se transforma en una selva oscura, indiferenciada, de caracteres demasiado similares entre sí, sin un trillo para seguir.
Esto no solo vale para escritura creativa o ficcional. La escritura no ficcional –y, quizás deberíamos decir, especialmente la escritura no ficcional–, con la densidad de sus contenidos y lo ya de por sí dolorosos o especializados que pueden llegar a ser, debería también preocuparse por hacerles la vida fácil a sus lectores con un texto fluido, bien escrito y que incite a seguirlo leyendo. No he dicho superficial, he dicho bien escrito. Hay una gran diferencia.
domingo, 4 de abril de 2010
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